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EL BLOG DE LA BIBLIOTECA FRANCISCO PONCINI DE LA SOCIEDAD SUIZA DE PAYSANDÚ ES EL REFLEJO DE LAS ACTIVIDADES DE LOS DESCENDIENTES DE SUIZOS EN URUGUAY, ASÍ COMO DE ACTIVIDADES CULTURALES DE NUESTRO PAÍS Y DE LA MADRE PATRIA SUIZA. TRATAMOS DE DIFUNDIR LAS BELLEZAS NATURALES DE URUGUAY Y SUIZA EN ESA INTEGRACIÓN NATURAL QUE VIVIMOS LOS HIJOS, NIETOS Y BISNIETOS DE AQUELLOS EMIGRANTES SUIZOS QUE VINIERON A URUGUAY Y LA REGIÓN EN BUSCA DE PROGRESO. QUE APORTARON TANTO A LA CONSTRUCCIÓN DE LOS PAÍSES DE LA REGIÓN EN PARTICULAR DE NUESTRO QUERIDO URUGUAY. COMO ES EL CASO DEL MAESTRO DE OBRAS FRANCISCO PONCINI. A QUIEN DEBEMOS EL NOMBRE DE NUESTRA BIBLIOTECA Y BLOG.

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martes, 29 de mayo de 2012

Emigrantes Suizos también llegaron a Colonia,Salto,Artigas...



Miniatura de la versión de 15:16 20 dic 2007


En el último tercio del siglo XIX hasta mediados del XX, llegaron a Uruguay inmigrantes o refugiados procedentes de España, Italia, Francia, Inglaterra, Alemania, Austria, Suiza, Armenia, Rusia, Turquía, Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Grecia, Yugoslavia, Rumania, Portugal, Holanda, los países bálticos, Siria, Líbano y Egipto. Muchos se refieren a un “crisol de naciones”, ya que provenían de tan diversos estados.

*Entre los inmigrantes suizos que desembarcaron en este puerto,se encontraban los bisabuelos y abuela del Padre  Antonio Mazza***

Puerto Concordia, ubicado sobre el Río Rosario, Departamento de Colonia, Uruguay. Por este puerto llegaron a la micro región de Rosario los más importantes contingentes de inmigrantes europeos, obligados a partir por la difícil situación económica que debían enfrentar hacia fines del siglo XIX.

El río Rosario es un río uruguayo ubicado en el departamento de Colonia. Su longitud es de 80 km. Nace en la Cuchilla Grande Inferior, cerca del límite con los departamentos de San José, Flores y Soriano, y desemboca en el Río de la Plata.
En su cuenca se encuentra una de las zonas más pujantes del departamento, caracterizada por la presencia de descendientes de inmigrantes suizos, italianos, alemanes, franceses y austríacos, siendo las principales ciudades Rosario, La Paz (C.P), Nueva Helvecia y Colonia Valdense. El Río Rosario fue, en tiempos de la fundación de esas ciudades, la principal vía de abastecimiento para la zona.
Su principal afluente es el arroyo Colla.


ADEMÁS DESTACAMOS LO SIGUIENTE:

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Rescatamos del buscador GOOGLE
 Con motivo de que a la zona del"Salto Oriental" llegó un día de setiembre de 1898 
(previo pasaje por Concepción del Uruguay) 
mi abuelo Rocco Bravi Jemini,
 con destino a Santa Rosa del Cuareim (Bella Unión,Departamento de Artigas).
 Emigró de Prugiasco,Suiza.
Partió del puerto de Génova,el 12 maggio de 1898, en la Embarcación:"La Veloce"
 

La idea de  anexar a nuestro  sitio Web, éste espacio dedicado al "Salto Oriental"  fue a causa  de  la ausencia  de información histórica    en la red  sobre  nuestra amada ciudad:  
Para lograr nuestro propósito  fue necesario  recurrir  a un  gran narrador  salteño  «Arturo  Aníbal Gagliardi »,  que por su inteligente, sencillo y humilde  lenguaje  hace que el relato sea ameno  y  que   la historia del Salto Oriental  sea  un cuento.  
El  guión principal  y conductor  de está página fueron tomados  de  “Crónicas de Antaño”   y  “En el Viejo Salto” de  Arturo  Aníbal  Gagliardi.
A esté recorrido histórico de Gagliardi,  nosotros le hemos  agregado enlaces de otro autores salteños:  Eduardo S. Taborda , Fernández Saldaña, etc.  La idea es de ilustrar, graficar  el guión histórico de Gagliardi  mediante enlaces  que amplíen la información.  Como la publicación de Gagliardi  no tiene imágenes, nosotros consideramos oportuno animarla ingresándole  imágenes al brillante relato histórico. 
Esté es nuestro humilde homenaje a  esté  autor olvidado, como así también a todos los otros autores salteños,   a los amantes de nuestras raíces,  y  a todos los salteños  que con su trabajo están construyendo el futuro de Salto,   y que  mañana será  "Historia".  También dedicamos el mismo a todos los Inmigrantes y descendientes.

 

En el Viejo Salto



I

 Los pueblos, las ciudades, tienen su alma y su fisonomía física al igual que los hombres. Tienen su pasado, su  presente y tendrán una señal en los tiempos o pasan desapercibidas; y a veces hasta desaparecen de la faz de la tierra, sin dejar rastros, o los dejan para descubrirse después de siglos.
Nuestro Salto tiene el privilegio de estar dejando constantemente rastros de su vida, ha tenido la virtud de haber crecido y vivido intensamente, de habernos dejado sus hijos del ayer una sólida base de cultura, de progreso, de intenso vivir que, a quienes transitamos en este presente – futuro para aquellos que ya se fueron -  nos cabe la responsabilidad grande de mantener  llenos los cálices de la actividad que nos guarda de caer en el olvido o dormir sobre los atributos de pasadas glorias.
  Salto no nació por uno de esos azares como de los que han nacido tantos pueblos.  No fueron apareciendo ranchos a lo largo de un camino. Su nacimiento se debió a un propósito preestablecido, por interés geográfico o militar, pero decidido  sí por quienes regían nuestros destinos en el siglo 18.  Un rincón ancho y manso río, a veces embravecido por las turbulentas aguas de una crecida.
  Un arrullo de cascadas que hacían más limpias sus aguas; el encuadre entre el Sauzal y el Ceibal, y los montes cimarrones del Este, ubicaron a Salto dentro  de un paisaje acuchillado, que a la vista, desde el atalaya del Cerro se encuentran siempre con distintos y hermosos aspectos cada mañana.
  Las luchas por la emancipación y luego las fratricidas, encontraron siempre a Salto en el cruce de los caminos. Primeros los indios - empujados cada vez más al Norte por la civilización - acosaban a Salto con sus malones, luego Artigas en viaje al Ayuí dejó  sus huellas con sabor a patria; más tarde la Guerra Grande trajo dolor y miedo ante el paso de las fuerzas  de Rosas y finalmente los últimos brillos de los turbulentos  caudillos blancos y colorados, hicieron cambiar de mano nuestra villa muchas veces.
  Incontables aconteceres bélicos sucedieron a Salto durante el siglo pasado (XIX), hasta que tantas decisiones logradas por la fuerza, se acabaron con el año cuatro (1904). Sin embargo, ni el ruido de las armas ni el olor a pólvora cercana, hizo cambiar la elaboración del espíritu civilista de Salto, que jamás, en aquellos bravos tiempos, antepuso la espada al crescendo espiritual, al empuje cultural de sus hijos, al destino de un pueblo industrioso, que si bien participaba de las tremendas contiendas políticas no perdió de vista nunca el deseo de progresar con el trabajo y sobre todo con el cultivo del intelecto.

 En el pasado de Salto y como elementos formativos debemos señalar hechos y circunstancias, muchos de ellos, detalles que a veces se escapan, pero sobre todo, debemos señalar:  la inmigración, la cultura y la actividad industrial y comercial.
Estos tres componentes dieron la fisonomía peculiar tan llena de cosas gratas, tan plena de buenos recuerdos, tan segura ya de su porvenir.

II

 No citemos  ya a las primeras familias que formaron aquel poblado  que erigió  el Mariscal José Joaquín de Viana; citemos  sí, a algunos indios que se fueron acercando al pueblo doblegando su altivez con una mansedumbre  propia del que necesita comida a cambio de fáciles menesteres; citemos al hacendado riograndense  que,  empujado  por las luchas emancipadoras del Estado de Río Grande del Sur, atravesaban nuestras fronteras como una puerta abierta cualquiera, dentro de su propia casa,  tomaban una gran suerte de tierra, juntaban ganado disperso en las cuchillas y formaban sus lotes para erigir fortunas. La villa del Salto era la recalada obligada de esos estancieros que  por muchos motivos necesitaban el pueblo, y establecían  su domicilio  de temporada en la villa. Con estos hombres vinieron familias enteras de negros esclavos que hasta  hace cincuenta años, o quizás menos, conservaron su espíritu de temor a su dueño – a su patrón – y continuaron hablando con reminiscencias de lenguas africanas y acento portugués. La frontera uruguayo-brasileña era una línea tenue, atravesada lentamente por quienes venían a establecerse aquí, y cruzadas violentamente por cortos períodos, por caudillos que salvaban   su vida atravesándola para aprontar nuevos alzamientos. El juego de las luchas civiles sustituía las decisiones de las urnas.  La fuerza, pretendiendo  siempre imponer sus razones.

  Pero los elementos  más fuertes en la formación de nuestro pueblo, lo constituyeron no sólo  los españoles  que continuaban  llegando a nuestra patria, y los descendientes de aquellos, que años atrás habían venido de España, sino  los italianos que llegaban con sus oficios y las herramientas en sus manos, artesanos de cientos de expresiones, que se establecieron con pequeñas industrias, con talleres, hasta como músicos y pintores, y como agricultores, que comenzaron a dar vuelta la virgen tierra sobre la estrecha cintura de la joven ciudad.
  Le siguieron franceses, que eran boticarios, médicos y a veces agricultores, así como los españoles venían como escritores, tipógrafos, redactores de periódicos, como poetas, cuando no como comerciantes.
  Los vascos  eran un exponente grande en la constitución  de Salto. Los turcos, - que así se les llamó a aquellos, así vinieran de Turquía como de Egipto, de Siria o de Arabia -, hasta hace algunas décadas aún llegaban, formando su capital, primero con su canasta o baúl  de barajitas hasta que se permitían adquirir primero un caballo, luego un carrito y más tarde comprar o levantar  un almacén de ramos generales, con anexo de bebidas, por supuesto.
  El “turco”, ya establecido, no abandonaría más el lugar;   una criolla enlazaría su vida y quedaría definitivamente formando parte del elemento que constituiría nuestra población.
  El italiano, en cambio, o vendría casado de su patria o buscaría luego alguna paisana suya o una hija de sus paisanos para casarse, aunque ello no era ningún obstáculo  para que se asimilara e integrara a la villa como su patria definitiva.  El español procedía casi  en la misma forma, pero con menos frecuencia. Su lengua era la nuestra, nosotros éramos  al fin  sus propios descendientes. 
  Había,  como  siempre  lo ha habido, un río  -  el Uruguay -  entre esta banda y la otra, pero sólo era un obstáculo que se sorteaba con un bote.  Familias que iban  y venían, hombres que buscaban refugio  aquí al fracasar una intentona revolucionaria allá, como hombres de aquí que buscaban albergue allá enfrente por la misma causa.  No había distingos ni trabas para el argentino que viniera, ni  en el ejercito,  ni en los puestos públicos.
  Muchas veces se quedaba definitivamente, pero otras, con la caída de un gobernante, se sentía llamado a su otra banda, y regresaba a ella. El río Uruguay era una ancha calle que se vigilaba solamente para descubrir preparativos de invasiones partidistas blancas y coloradas. Por lo demás, nada podía detener a quienes la cruzaban. El papeleo y la revisación  minuciosa de valijas, vino mucho después, cuando ya este siglo (XX) había dados muchos pasos.
 El pueblo tenía su constituyente humano;  él  amasaría y daría luz a los hombres que vivirían, lucharían y morirían como salteños o se integrarían sin ninguna clase de obstáculos a la villa. Las pasiones políticas le arrastrarían también y tomarían parte no sólo en las luchas electorales, sino en aquellas que necesitaban una lanza  o un fusil. Es que nuestra nacionalidad se estaba formando aún,  fundiéndose en el crisol de tantos inmigrantes. El verdadero criollo sólo aportaría su amor a la patria y su acendrado deseo de participar en la política – no ajena a los inmigrantes dijimos – mientras que estos aportarían sus costumbres y amor al trabajo y su conocimiento de las artes, de las artesanías, de  la tierra que germina la semilla, de las nuevas ideas políticas que hacían peligrar  tantos tronos en Europa.
   III
 Desde los tempranos años Salto, se oyó el resoplido del fuelle junto a la fragua, el tintinear grueso de los metales golpeados, el pitar del vapor de las calderas.
 Los albañiles italianos levantaron amplias y hermosas casas con zaguanes de trabajadas maderas, sus canceles con vidrios biselados, sus escaleras de cumplidos hierros forjados, sus balcones de mármol, sus soleados patios con sus aljibes revestidos de azulejos, y a los fondos, cultivados tanta veces por viejos peninsulares, los naranjos ofrecían  los perfumados azahares o el dorado fruto;  los párrales se llenaban  de apretadas uvas y en otro sitio, muchas veces baldío y sin cuidado, crecían firmes las granadas, las higueras de retorcidos y viejos troncos, y junto a los alambrados de los caseríos de los alrededores, se enredaban a veces con la madreselva y el burucuyá, los nísperos y los membrillares, que las negras cocineras pelaban y en grandes tachos de cobre revolvían  con larga paciencia para obtener el dulce que de regalo se enviaba a algunos amigos influyentes de la capital.
  Más afuera, donde los caminos empezaban a tomar con pereza la dirección de otro poblado, los gringos, con arados de mancera o a pala de dientes, abrían la tierra bajo el abrazador sol de enero, apenas resguardados con un viejo sombrero aludo.  Y más allá pastaba tranquilo entre corrales de ramas o de piedras, el ganado, que de  a ratos levantaba su vista para mirar como sin  ver  las carreras de los avestruces, que a veces, equivocados, se aventuraban hasta las puertas mismas de la ciudad.
  Sobre las principales   laderas de los cerros pedregosos en rectas hileras se levantaban apenas las vides traídas a mediados del siglo (XIX), por don Pascual Harriague, y mucho más, pasando el Arapey, el General Villar distribuía su tiempo entre la cría de animales de raza, las obligaciones militares del cuartel que él viniera a fundar, la vigilancia de alguna otra intentona revolucionaria que amenazaban la frontera y también el cultivo de la vid,   a los que agregaba el cuidado de una variedad asombrosa de frutales, que aunque parezca raro, era respetado hasta por los propios contrarios de armas. Su compadre Saravia, en ocasión de pasar por las cercanías de su estancia desguarnecida, cuidó muy bien que sus soldados no hicieran el menor daño ni siquiera  a un solo árbol. Es que el General Villar, era un respetado vecino, caballero de vieja escuela, con contrarios sí, pero sin enemigos. Su error en Tres Árboles fue borrado por el triunfo de Cerros Blancos, y el vecindario de Salto, cuando el siglo estaba próximo a tocar su última campana le esperó como a un general Romano, y bajo el arco de triunfo que levantara en Uruguay y Suárez, le entregaron una espada de honor.
   El lento crecer que tuvo la villa desde 1756, casi durmió recostada sobre el Uruguay, sacudiéndose a veces, primero al paso y aprovisionamiento de los ejércitos que iban a las Misiones Orientales en las guerras guaraníes, luego el asomo de los portugueses, y dando ya la vuelta a la esquina del 1800 vieron cruzar a aquel conglomerado de gauchos, negros e indios que llevaban  la bandera del Protector de los Pueblos Libres.  La Guerra Grande la hizo cambiar de mano varias veces; estaba visto que su fuerte no era el luchar, aunque el sacudón  lo recibiera cuando Garibaldi con sus italianos  y algunos orientales detuvieran  cerca - en San Antonio -, a las huestes de Rosas. Eran los tiempos en que la villa no llegaba más que hasta la Plaza Treinta y Tres, tantas veces guardada con cañones. Le costó  lustros subir la calle Real y abrir la otra plaza, "La Nueva" para diferenciarla de la otra de viejos paraísos "La Vieja". Sin embargo, tuvo la necesidad de hacerlo  mientras en aquella las retretas congregaban a las señoras de edad y a las jovencitas custodiadas por sus madres, que no perdían miradas a los dragones, en la Plaza Nueva se hacían corridas de toros y los equilibristas paraban los corazones de los mirones con sus audaces piruetas.
   La villa se había agrandado, aunque ya era una ciudad con pantalones largos cuando oficialmente el Presidente Berro la elevó a la categoría de Ciudad.
   IV
  Por las calles corrían presurosos llamados de urgencia, los flebótomos con sus valijitas repletas de flacas sanguijuelas, prontas para una sangría de urgencia, y las campanas de la iglesia de la plaza vieja, recién regaladas por el Presidente Tajes, llamaban a la Novena, mientras una familia se aprestaba a sacarse una fotografía. Sepia desvaída de una familia numerosa. Cartón grueso sosteniendo la foto de un estudio. Un matrimonio de mediana edad.
  Ella y él parecían ya viejos. El bigotudo, tieso, firme y serio, peinado al medio con dos jopos. Saco con cuatro botones, chaleco y la infaltable cadena, que ocultaba en su extremo un pesado reloj cebolla, tapas de oro, iniciales, números romanos. Pantalón estrecho sin rayas, puños duros, cuello palomita y gran corbatón oscuro. Ella, la madre de la prole que rodea al matrimonio, de medio perfil, gran zorongo, cuello vainillado alto, enorme busto avanzado, como símbolo de crianza de una numerosa familia. Mangas abullonadas, larga pollera que apenas deja asomar puntudos zapatos, y hacia atrás en retirada equidistante del generoso busto, el polizón, firme y bien armado.
  A los costados, en el suelo, dos niñas y dos niños. Ellos, peinados con cerquillo, cabello mojado, orejas y rodillas limpia, con sus trajes imitando a hombrecitos como enanos, pantalones cortos que escondían apenas las rodillas, botines de charol y cordones largos.
  Las niñas: blancos vestidos acampanados, casi hasta los tobillos, alto cuello cerrado, gran moño en la cabeza, guantes, medias largas y botitas de puntas. El cuadro estaba completo. La familia había posado para la posteridad, se sacarían copias  y se enviarían a cuanto pariente lejano hubiera y luego sus hijos y nietos apenas contendrían  la risa ante sus estampas.
  Pero estaba también la otra fotografía: la del jovencito de la casa.
  Como siempre, dentro de un estudio: un jovencito con una pierna cruzada y un brazo apoyado suavemente y en actitud pensativa contra una columna de madera torneada! Como fondo, una escalinata; plantas y árboles fruto de la pintura de un gris de aficionado, cuyas nubes se perdían en lontananza . Una gorra marinera le cubría los rizos y le llegaba hasta los ojos, grandes, tristes, serios; una blusa le caía  hasta más abajo de la cintura y los botines remataban su vestimenta dominguera. Al dorso de la postal, una cursiva y cuidadosa letra dedicaría la foto a un pariente lejano. Cartón iluminado que luego pasaría rápido entre el anonimato  y el olvido de otros parientes que le habrán olvidado en el árbol genealógico de alguna frondosa familia.
  Posar ¿para la posteridad?
 VI


Calle Uruguay  y Esq. Valentín (actualmente Joaquín Suárez).
Sobre la misma se aprecia el Rancho del "Terrible", farol, procesión,
al fondo cúpulas de Iglesia Nuestra Señora del Carmén. Año 1878


   La calle mayor era el eje de la ciudad. Siempre lo fue. Lodazal en los días de lluviosos, seco polvo en las tardes de verano. Cuando se desperezaba en las siestas, algún perro movía inquieto y molesto su cola espantando las moscas y a veces les tiraba un tarascón que nunca acertaba. El cartero, que repartía los diarios de dos días anteriores que llegaban de la Capital, repiqueteaban los llamadores con sus golpes característicos y hacía lanzar alguna imprecación poco afortunada  a algún viejo, que tirado en la cama en camiseta, tiradores y pantalón, aguantaba apenas el calor. La pantalla quedaba a mano y el mosquitero no se ponía, pues se usaba sólo durante las noches. En las cocinas, el ruido de las cacerolas ponía música disonante a cargo de alguna negra criada o de chiquilina que quien no, tenía para hacer los mandados y cebar el mate. Mientras tanto, los chicos de la casa, o correteaban con malas intenciones a las pequeñas fámulas, tiraban piedras a los faroles, apuntaban hacia una tentadora ventana o simplemente las hacían volar hacia arriba en procura de un techo de zinc que esos sí sonaban y continuaban con el rodar de las piedras.
   Una paliza aplicada con un grueso cinto del padre o con la zapatilla de la madre, ponía fin a las aventuras y se los arrastraba a dormir la odiada siesta sacrosanto descanso que los mayores respetaban como nada.
   El tranvía a caballitos - mejor a mulas -, hacía sonar su campana en cada esquina, y por las noches los chicos se ocupaban en esperar las chispas que las herraduras de los animales sacaban a los adoquines o ponían sus orejas contra los postes de teléfonos para oír el zumbido de los tirantes alambres, esperando inútilmente escuchar un mensaje. 

   Las veredas se alzaban arriba de los altos cordones y el pasto empujaba los senderos por donde el transeúnte pasaba, mientras los pudientes colocaban piedra loza en las veredas de los alrededores y en el centro, las acaudaladas familias las lucían con baldosas que lavaban a cada rato.
   Los carros de basura, de dos ruedas y tirados cansinamente  por burros, se empacaban a veces y movían las orejas como protestando  por que sí, mientras silbaba el rebenque del conductor, cuando por otro lado, el barrendero con su pala corta y su cepillo de largo mango amontonaba el abono y lo colocaba en su carro cilíndrico  que sonaba a pesado hierro. El afilador entonaba su conocida melodía de cuatro notas hacía arriba y hacía abajo y las patronas sacaban sus tijeras y sus cuchillos y en las puertas de sus casas esperaban el trabajo, mientras los chicos miraban extasiados como el afilador le daba pedal a su rueda y sacaba lenguas de fuego a la piedra y el acero. El andrajoso traje del afilador era siempre rayado de negro y gris,  y el pucho de tabaco en cuerda le colgaba inerte y apagado de un costado de sus labios escondidos por los largos bigotes mal cuidados. Apenas marchaba, gritaba desde la puerta, el marchante, - el turco -, que llevaba su canasta repleta de variedades: jabones, peinetas, agujas, hilos, máquinas de afeitar, espejos, pañuelos, invisibles, peines y cuantas baratijas más, como decían ellos colocando "bees" que resbalaban en su lenguaje pintoresco, el que causaba risa a los chicos, que los tomaban como seres que sólo servían para reírse de ellos y calotearles algo mientras miraban para otro lado.
   El italiano verdulero, de raído sombrero y caídos bigotes, marchaba con un pie apoyado en el estribo del carro, mientras iba anunciando duraznos por ciento y sandías caladas.
  Mujeres francesas fabricaban sombreros o los importaban de París; el viento seco del verano no traía buenos olores desde los saladeros que, apoyados sobre el río, descargaban  desechos al agua y atraían a los peces. Épocas felices  para los pescadores y para los peones de matanza que oteaban  en busca de la banderita roja que los llamaba a trabajar.
   Las fábricas de sodas y gaseosas tenían poca labor en invierno,  y el último cuarto de siglo se ponía lujoso con la fabricación y distribución de hielo, y la elaboración de helados. Las fábricas de velas seguían haciendo su agosto a pesar de la electricidad, y las jabonerías nunca se animaron a hacer más que jabón común. Nuestros vinos habían traspasado fronteras ganando premios en Europa y los buenos comercios de Buenos Aires lucían en sus vidrieras de leyenda: "aquí se venden vinos del Salto Oriental".
  Una riqueza se encontraba tirada en los campos, no descubierta, y por consiguiente no explotada: las piedras semipreciosas (onix, ágatas y amatistas) que le han dado al Salto, en el mundo, justo renombre.
  Digamos que en 1842 un alemán Federico Klei, descubrió en Tacuarí Río Grande del Sur, las ágatas, y dos años más tarde, otro alemán, Nicolás Eiffer encontró en los arroyos Catalanes, departamento entonces de Salto, luego de Artigas, la misma  clase de piedra y saltando de gozo, exclamó:  SOY RICO. Pero su alegría le duró poco, no alcanzó a ser rico pues murió poco después. Pero su descubrimiento cundió, y la idea que tenía sobre su explotación  de esa riqueza que se encontraba arrojada por los campos, corrió pero fue otro alemán también, que recogió el entusiasmo  de Eiffer - Carlos Schunch - . Llevó muestras a Alemania, se experimentó con ellas, y se convino en enviar la mayor cantidad de cargamentos que se pudiera. Y así fue.
  Los primeros embarques se hacían por carretas que llevaban las piedras hasta Porto Alegre, y de allí a Alemania. A don Carlos Schunch le sucedió su hermano Juan Nicolás, quien se asoció a Becker, otro alemán como él, y mientras uno se encargaba aquí de recoger y embarcar las ágatas y amatistas, el otro las comercializaba allá en las distintas fábricas que trabajaban estas piedras.
  Se cuenta que el número de estas industrias que las trabajan, aunque no en exclusividad por supuesto, llegaron hasta 200 antes de la guerra mundial.
 El itinerario de nuestras piedras cambió luego.
  Eran traídas como siempre en carretas y llevadas hasta nuestro puerto donde buques a veleros las transportaban a Europa. Pero luego, ya a fines de siglo, se cambió el medio de locomoción y el itinerario era otro: llegaban en las carretas, hasta los fondos de la casa de los Schunch, en la calle 8 de Octubre y Suárez, allí volcaban su contenido, se clasificaban un poco, se las acondicionaba en barricas y el tren se detenía en los fondos de la casa de los Shunch para recogerlas. El puerto de Montevideo las esperaba para embarcarlas a Alemania. Luego, regresaban  estas piedras en forma de ceniceros, mangos de puñales, tinteros, y hasta collares y fantasías finas.
 VIII
   Salto sufría altibajos en sus progreso: la inmigración era constante pero había languidecido bastante a fuerza de tantas guerras entre hermanos. La Guerra Grande había pasado destructora muchas veces por nuestra ciudad. Después de Caseros había surgido una resurrección en el trabajo y en el comercio; luego el Gobierno de Pereira, la tragedia de la guerra había regresado y muchas veces  pasó cerca de Salto y por sus calles. Vino de inmediato el triunfo de Flores, la Guerra de la Triple Alianza y  Salto fue recalada obligada de ejércitos, terminal de barcos de líneas y expresos y con ello el extraordinario desarrollo del comercio y de pequeñas industrias que tenían afinidad con las necesidades del ejército y sus componentes. Era el punto de convergencia de todos y de todo. Fue éste sin dudas, el período más próspero de Salto. Su comercio alcanzó un desarrollo excepcional. Durante esa guerra, la Compañía Salteña de Navegación  aumentó la cantidad de sus buques. Don Prudencio Quiroga y Don Domingo Fernández fueron presidentes en ese entonces de esa próspera compañía.
  Con ese desarrollo, digamos al pasar, se establecieron numerosos consulados y vice-consulados.
  Finalizada la guerra de la Triple Alianza, el comercio de Salto siguió su curso ascendente. Crecieron casas de comercio que eran pequeñas y con mayores capitales se transformaron en mayorista, abasteciendo perfectamente no ya a nuestra campaña solamente sino a las campañas de Artigas, Paysandú y parte de Tacuarembó, y a pueblos, y ciudades, tales como San Eugenio y Santa Rosa. Se fundaron numerosas empresas de diligencias que unían prácticamente toda la República con nuestra ciudad, quizá la última empresa de diligencias fuera la de Don Jacinto Ballesteros, en Belén, que clausuró su línea cuando León Serjans ("Guaripola" como le llamaban...) instaló su empresa de autobuses en los comienzos de los años veinte.  Lo hizo con dos cohes, digamos de paso, marca Reo, uno con asientos largos, y otro con la media parte anterior con largos asientos y la posterior o trasera con asientos dispuestos en forma de living. Eran los tiempos en que el ómnibus de "Guaripola" demoraba el tiempo record de seis horas para ir de Salto a Belén, cruzando en balsa el Arapey, tiempos en que las lechuzas hacían guardia sobre los palos de teléfonos y seguían al coche dando vueltas sus cabezas, tiempos en que grandes rebaños de avestruces jugaban carreras al ómnibus, separados por los alambrados que corrían paralelos al camino lleno de baches, donde algún fordcito valiente y estruendoso daba saltos, devorando terreno.

  Pero volamos un poco para atrás nuevamente, veremos que las carretas, en caravanas largas y lentas, llevaban comestibles, telas, artículos de ferretería, etc. Quince o veinte pesados vehículos formaban el convoy, verdaderas poblaciones flotantes que hasta levaban con ellos una carreta de chinas quitanderas o un pequeño circo de algún extranjero que le  gustaba esa vida errante.  El carretero levaba su familia con él, y el responsable de todo el cargamento era el que iba mejor ubicado. A su regreso, la larga fila, meses después, traía cerdas, cueros, lanas, plumas, tripas, sebo y charque que acopiaban los grandes barraqueros de Salto, como aquella de la que aún queda un vestigio como resistiéndose al tiempo y al abandono, esa enorme fachada sobre la calle Soca a mitad de cuadra: la barraca de Abascal. El lugar de estacionamiento de las carretas era la plaza de las carretas, la Plaza Libertad – hoy Plaza de Deportes – y que tan bien fuera evocada por Enrique Amorín. Las fondas baratas hacían un cinturón a la embarrada plaza, los boliches y las academias completaban el panorama, y algunos, hasta continuaban su vida nómada  viviendo  en la carreta hasta que una nueva carga los llevara campo afuera entre cuchillas, enchorradas, cielo y tierra.


  Después, vino el ferro-carril. Y se instaló allí cerquita, a media cuadra de la Plaza de las Carretas, donde hoy tiene su edificio el club homónimo, y algunas cuadras más allá, los talleres fueron poniendo música de martillo y acero, arreglando vagones y construyendo la “Criollo”.
  Los transportes comenzaron a hacerse por tren y desde algunas estaciones se enviaban para otros puntos los productos en carretas.  Del cercano centro de la ciudad, los pesados vehículos fueron desplazándose para el campo. Allá dominaban, estaban en su reino tranquilo, abierto, donde el tiempo se deslizaba con lentitud.
  La decadencia del comercio de Salto, se hizo patente a los comienzos de 1881, pero luego, nuevas inyecciones de inmigrantes levantaron el espíritu salteño y nuevas firmas, artesanías y pequeñas industrias le dieron nuevamente la fisonomía que tenía otrora. La industria, sólo cubría las necesidades de la zona:  el Aserradero Nacional de Avellanal Hnos., fundado en 1908, el taller mecánico a vapor fundado por Pedro Pons en 1885; el Molino y fideería  La Salteña, fundado por Carlevaro y Osimani en 1901; Fabrica Mutti de obras de Pórtland fundado por Santiago y Bartolomé Mutti; Panadería Modelo, fundada en 1905 por Carlos Ambrosoni y Cía. ; la Unión Salteña, fábrica de gaseosas y de hielo de Urreta y Cía. ; Herrería Moderna de Luís Merazzi e Hijos; Mueblería del Comercio, fundada en 1889 por el señor Ángel Ambrosoni...,  que contó con el tapicero Anselmo Varela, tapicero de la Casa Real de España que, aunque republicano, siempre lució con orgullo su escudo, para cuyo uso tenía la autorización de la Regente Reina Cristina de España, a cuyo pedido había tapizado la cuna del Rey Alfonso XIII.; B. & N. Solari, almacén por mayor, importador; Leopoldo Amorín, almacén por mayor y Barraca de Frutos del País, Armstrong Hnos., Barraca de Frutos; Zunini Hnos., y Berisso, Federico de los Santos, Alfredo J. Garrasino, Suc. Muñoz y Juan O. Tanca, en Barraca de Maderas; Barraca Americana; más cercana ya Pereira y Cía.; Larghero, Conti & Cía., ambas tiendas, Lamarque  & Gómez en confitería,  Narciso Lladó, almacén y tienda; Esteban Solaro; Cesconi Hnos, y Lombardo, Enrique Pera y tantos otros que ocuparon un lugar de preeminencia en el comercio y la industria local.
  Los saladeros, ubicados a corta distancia uno de otro, sobre el río Uruguay, fueron orgullo legítimo de Salto. La Caballada y La Conserva empleaban muchísima mano de obra; ambos tenían fuertes muelles para el embarque. En el primer cuarto de siglo era propietario de ambos el Sr. Jorge C. Dickinson. Mientras en La Caballada se elaboraba tasajo, sebo, grasa, cueros, huesos, cenizas de huesos, astas, aceites de patas, cerdas, tripas, tendones, etc. En  la Conserva se elaboraban: lenguas de vacunos y ovinos, Corned Beef y Corned Mutton, Boiled-Beef  y Boiled-Mutton, extractos de vacunos ovinos.


  Sobre los viñedos de Harriague & Harán, a partir de 1875 está demás que recordemos la significación que tuvieron en los buenos tiempos del vino con otra graduación, sin estiramientos y con una altísima calidad, capaz de competir y triunfar – como lo hizo -, en los más exigentes torneos. Terminemos señalando a los Astilleros, que fueron fundados por Don. Pascual  Harriague y Don Saturnino Ribes, figura algo rara, que solía alternar sus grandes negocios con interpretaciones bailables al violín, con el cual llegara una tarde solo a Salto, sin que nadie supiera de donde. Sus dos flotas fluviales fueron las más grandes del río Uruguay  y en una época,  de  América, como el astillero que, dando trabajo a más de 300 operarios, construyó hermosos buques, hasta que al pasar la flota y astilleros a manos de Mihanovich, fue perdiendo preeminencia la obra hasta languidecer y clausurarse por completo, cuando el viejo y majestuoso Ciudad de Salto, fuera retirado de la línea Salto-Montevideo, y se le transformara en barco de carga. Los astilleros no tuvieron más nada que hacer, sus pitares de la mañana, el mediodía y la tarde sonaban, pero no llamaban  más a nadie a trabajar; sus fraguas no soplaban más, ni los pocos obreros que quedaban, martillaban el hierro, ni colocaban remaches en las planchas. Las viejas calderas de los vapores aún yacen como monstruos antediluvianos oxidados por el reposar de los años. Testigos de una industria y un Salto que se fue.


  La actividad privada siempre sobrepasó a la actividad oficial. Las continuas luchas entre blancos y colorados,  muchas veces detuvo el progreso.  Pero, sin embargo en Salto, esa detención progresista, muy pocas veces se notó. Veamos si no que las Juntas Económicas Administrativas que tenían a su cargo el progreso de las calles, parques, avenidas, servicios públicos municipales, etc., estuvieron en un constante bregar por esta ciudad:  la Junta Económica Administrativa de 1890 contó con personajes emprendedores tales como:  el Dr. Anselmo Dupont, Manuel Otero, Julio Sierra, Leonardo Castro, Nicanor Amaro y Aurelio Novoa. En 1894, entró la Junta integrada por Manuel Cañizas como Presidente, Camilo Williams, Benito Solari, Meliton Real, Francisco Montaldo, Juan Moll, Agustín Alciaturi y otros no menos capaces.  Terminada la guerra de 1904, la Junta tuvo entre sus miembros a grandes figuras tales como Manuel Jacottet, Marcelino Leal y nuevamente a Benito  Solari.


Edificio de la Junta Económica Administrativa del Departamento del Salto Oriental - año 1890 - Actualmente Sede de la Intendencia Municipal de Salto

En esta época se hicieron las avenidas a los Corrales y al Hipódromo, se mejoraron muchos caminos y la edificación de la ciudad tomó un aspecto más moderno. Poco antes, en 1900, se inauguraban líneas de tranvías de don Nicolás Schunch las que luego pasaron a los hermanos Realini en 1917. Las líneas de Tranvías se extendían por 23 kilómetros, y más de 25 coches hacían el servicio desde la seis de la mañana hasta las 12 de la noche. Tenían cuatro ramales, uno que recorría la ciudad de Este a Oeste y viceversa, otro que iba al Cementerio, otro al Hipódromo, por el costado de la carretera, y otro a los Corrales de Abasto, de donde unos tranvías especiales traían la carne, la que luego era distribuida en la ciudad por carros de dos ruedas, en forma de carreta, totalmente hechos de gruesas chapas de cinc.

 Las campanas de los tranvías, apretadas con un pie por el conductor de las mulas, que muchas veces se empacaban, dejaban su sonido alegre en cada esquina, y la chiquillada se prendía de los pasamanos verticales colocados a cada lado de los bancos largos y hacían trechos viajando de arriba. La situación se hacía difícil para todos, cuando había que subir la empinada y corta cuesta del puerto frente a la Aduana.  La solución era las cuartas que ponían sus fuerzas, y en muchos tramos de calle Artigas también había que recurrir a ellas. La plaza 18 de Julio de entonces daba la curva terminal de un recorrido y el descenso por calle Uruguay aligeraba el trabajo de los brutos. En invierno, los tranvías cerrados, cobijaban del frío a los viajantes, que muchas veces, amontonados por lo pequeño, detenía su marcha ante la negativa de las mulas, de cinchar más de lo acostumbrado.
  En oficios menores, numerosos extranjeros abrían sus actividades. Tanos zapateros, relojeros y joyeros, unían sus esfuerzos a los demás.
Salto era un hervidero de actividad industrial y comercial. Se recuerda que en 1903, en ocasión de una gran exposición en Milán, en los talleres de “La Prensa”, se imprimió un libro profusamente ilustrado, en el que detallaba y se ofrecían fotografías de casi cincuenta talleres y fábricas de italianos que contribuían al progreso salteño y prosperaban  a un amparo. Muchos de esos nombres que figuran en esa nómina, aún continúan manteniendo su prestigio en la misma actividad o en otra., pero siempre dando empuje al constante avanzar de Salto. Muchos se han ido para siempre, desaparecidos sus nombres, pero sus restos reposan en nuestra necrópolis, como testimonio de sus deseos de establecerse en vida aquí y reposar para siempre en esta misma tierra, cuando la muerte los llamara.
  Placas, pequeñas estatuas, pilas funerarias, lápidas de mármol, dan fé de cuantos italianos , de cuantos españoles y de cuantos otros vivieron y murieron,  lejos   de su tierra natal, pero acogidos en su seno por la nuestra, como verdaderos hijos de una buena madre adoptiva.
  Quizá el empuje mayor lo tuvo Salto en el aspecto intelectual. En muchas cosas nuestra villa fue la primera, o estuvo a la par de la capital. La erección del Teatro Larrañaga, fue la consecuencia de una necesidad. A él llegaron lo más grandes cantantes de la época de oro de la ópera, de la opereta, de la zarzuela, de los concertistas, y los más brillantes conferencistas. Las placas  de homenaje, esculpidas  en mármol, se encuentran como testimonios en el hall del teatro y a los fondos del escenario. Su telón de boca en la parte que él público no puede apreciar, conserva adheridos a él programas de las más brillantes funciones. Asombra enterarse de los artistas que pisaron sus tablas en épocas que nuestra población era apenas un puñado de gente.
La más o menos ochocientas butacas del Larrañaga permanecían llenas durante las temporadas y las críticas de los diarios de la época, desmenuzaban las actuaciones de las grandes divas. Las veladas de gala en fechas patrias, ponían otro cariz a la joya que se levantara en 1882, y algunos juegos florales, descubrían nuevos nombres para la poética nacional. Los actos políticos en el Larrañaga le hicieron perder aquella majestad que ostentara con orgullo. Los tiempos le fueron transformando, haciendo de aquella élite que aplaudiera o silbara a los artistas según lo merecieran, se fuera retirando, para dar paso a un público más grueso que empezara a concurrir cuando empresarios más comerciantes que poseedores del fino espíritu de otrora, empezaron a presentar matchs de box, compañías teatrales de ínfima categoría, concursos de murgas y comparsas, bailes populares; hasta que un día, apenas iniciada la década del 30, la sociedad de accionistas del Larrañaga decidieran cerrarlo. Su posterior reapertura ya pertenece a nuestra época.
  
  El Ateneo, que aún nos parece hermoso y espacioso, que albergue de caras discusiones, de la exposición de las más modernas y democráticas ideas. Los intelectuales de la época exponían con fuego sus razones, los actos puramente culturales tenían su expresión más alta y a veces, algunos juicios tenían como escenario otra razón, porque siempre uno y otro creía tenerla.
  El Instituto Politécnico era mantenido por Osimani y Llerena, con grandes sacrificios, esperando por años que el Estado le diera carácter oficial mientras magras ayudas pecuniarias le inyectaban un poco de esperanza. El Colegio Inmaculada Concepción, El Sagrada Familia, las Escuelas de López, de Etelvina Migliaro, de Sara Chousa por no citar más, mantenían creciente alumnado, junto con la Escuela Hirám y con la clara y enérgica labor del Maestro Albisu.
  Las ideas religiosas tomaron fases violentas.
Masones y católicos tenían a veces serios conflictos, y el padre Crisanto López, mostraba sus dientes cuando las cosas subían de tono; y los anarquistas tuvieron su grupo en nuestra villa, aunque las murgas y carros alegóricos de aquellos alegres carnavales de antaño, ridiculizaron a los de negros trajes que portaban pistolas y bombas de mano y distribuían panfletos exhortando a terminar  con la vida de tal o cual político.
   Eran tiempos del biógrafo. Después del cine Ariel, que luego se transformó solamente en el Ariel; aquel de balconadas a su alrededor con sillas de viena, luces verdes que nunca se apagaban, y pianola que apenas cambiaba el repertorio. Gato Félix, ranitas, Tom Mix, William Hart, Pasteles en la cara o las horrorosas muecas del hombre de las mil caras: Lon Chaney, con quien se soñaba agitando por las noches, y más adelante las largas patillas y los soñadores ojos de Rodolfo Valentino que desmayaron a tantas damas. Las cómicas, de torta va y torta viene, producía estruendosas  carcajadas, mientras un medio o un real a veces, se nos iba en estas funciones donde ya brillaba Carlitos y su bastón, Harol Loyd y el Gordo y el Flaco. En una casa vecina, rodeada de viejas tías sentadas sobre enfundadas sillas que parecían fantasmas, la sobrina, en viaje a la soltería por los cuidados y vigilancia de tanta vieja, tocaba en el teclado del tallado piano de patas de perro “bulldog” y candelabros de bronce: “Sobre las Olas”  o la mazurca del momento, mientras las escuchas llevaban el compás con la cabeza, asomando una sonrisa cómplice de algunas miradas fortuitas de épocas pasadas cruzadas con algún joven de pajilla y bastón.
  

   A veces la sociedad salía de sus casillas, y en una fiesta patria cualquiera, alquilaban carruajes y carros y salían al campo:  al Prado Salteño, Arenitas Blancas, Los Aromos, El Prado Español, los Cables, las Cavas, servían para pasar todo un día. Asados, pasteles, tortas, vinos, refrescos y familias enteras se reunían, aunque el ropaje seguía siendo ciudadano y cuidado, los hombres se permitían la osadía de sacarse el saco para comer, aunque nunca, -eso nunca – el sombrero. Manteles al suelo para el almuerzo, mientras un violín y una guitarra trataban deponerse de acuerdo para tocar algo de moda y corresponder a los pedidos de siempre:  “El Aeroplano”, “El Caburé”, “Don Juan” y algún vals  último de don Gerardo  Metallo. Más adelante, en los cafetines y en las barras, Choché Pérez hacía cantar a todos su “Che Loco”.
   En la ciudad, los canillitas, -chiquilines atrevidos y capaces de apedrear a cualquiera – voceaban La Tribuna o La Prensa o después La Tarde, y los ávidos de encontrar asuntos polémicos bravos entregaban sus medios y se sentaban en los mármoles de los zaguanes para encontrar la continuación de algún lío.
   Los adinerados hacendados construían a fines de siglo, el hipódromo, merced a una iniciativa del General Córdoba, que durante catorce años seguidos fuera jefe político, y a su misma idea, impuesta muchas veces a la fuerza en lo que tenía que ver a contribuciones, se debió que Salto contara con su hospital.  La pala con que Córdoba echara el primer montón de mezcla para este edificio, es guardada aun por sus hijos. Su alejamiento del cargo valió que el pueblo, menos algunos de sus contrarios con los que siempre tienen que contar los  grandes hombres, le hicieran un homenaje. En esa época, cualquier muestra de adhesión se expresaba con una manifestación callejera que terminaba en la casa del homenajeado. Es cierto que esto costaba caro a quien recibía la popular adhesión, pues siempre tenía que abrir las puertas de su casa y obsequiar con largueza.
   Era la época en que los diarios locales eran terribles armas que se esgrimían sin consideración. Insultos y denuncias llenaban las páginas; eran insinuados escándalos y las “solicitadas” y “permanentes” estaban a la orden del día. Eran épocas violentas para el espíritu. Los hombres eran requeridos por sus escritos ante la justicia, o por los lances caballerescos o por el encuentro sorpresivo de las armas.
   Todo era causa de la pasión que los hombres ponían en la política alrededor de la cual giraba su vida, la de toda la familia y la de sus amigos; épocas en que un colorado se casaba con una colorada y un blanco con una blanca, o una criatura era dada de ahijada a quienes pertenecían a su mismo partido. Los cruzamientos de partidos en el matrimonio eran cosas raras, causa muchas veces de terribles distanciamientos entre familias.  
Pero no todo era política; también los ciudadanos hacían su vida social; las tertulias con chocolates en la casas de las matronas respetables era ocasión para que se aprovechara a retirar  las fundas del juego de sala estilo Luis XV en las casas adineradas y en las más modestas se cambiara el plafón que daba luz colocándose otro que sustituía a aquel de floreados géneros, en forma de semiesfera con armazón de alambres y con largos colgajes  que  llegaban casi hasta el encerado del piso, imitando  el de las “garconieri” de los barrios de mala fama de París. Allí se leían cédulas, se recitaban los versos mal disimulados de un enamorado para una chica a quien nunca había hablado, se escuchaba un vals o una mazurca nueva de un improvisado compositor local, interpretadas al piano o en arpa, instrumentos que debían aprender – uno a otro – las chicas de la sociedad, aparte del bordado.
    Los acrósticos estaban a la orden, y algunos diarios insertaban versos de fulano dedicados a mengana, aunque no poniendo el nombre de la amada, sino sus iniciales. Era la época del “filo” y el “dragoneo”, aquel que se producía después de incontables semanas de miradas fugaces, de “hacer la pasada” frente a la requerida, de enviarse esquelas perfumadas por intermedio de una amiga o amigo comedido, hasta que al fin venía el encuentro casual en una “soirée” o el atrevido detenerse junto al balcón, sabiendo  que los ojos de la madre se habían distraído o aflojado un poco a propósito, si el candidato era de su agrado. Era todo un problema, mezcla de temor y de alegría, lento trajinar del amor en una época donde se escribía, citando versos enteros de los románticos de moda, ya se llamarán Bécquer o Walter Schuch, Jorge Isaac o Pablo Aguirrezabal, cuyos veinte años floridos  nos dejaron apenas comenzada la fiebre de frescos versos, como aquel que comenzaba dirigiéndose a la luna suya, a su hermana sentimental, la que no conocía su mal.
   Y si rebuscamos más en el fondo de lo popular, quizá nos parezca oír la letra de aquél, tal vez primer tango montevideano, “El Keko”, que surgido de las Academias de San Felipe y Santiago, con nostálgico acento, cantaron las fuerzas de Arredondo en su largo andar desde Buenos Aires hasta Concordia, desde  donde embarcaban en el 85 para entrar por el Quebracho y allí terminar su cruzada contra Santos.
   Fue casi en el mismo año en que el Lazareto comenzó a recibir enfermos contagiosos, y en que los díceres de la gente  le hacían temer, pues parecía que a él sólo eran llevados los que iban a morir.
   Las epidemias de viruela, siempre coladas por la frontera, llenaban con enfermos las piezas del local tras la mole inmensa del tanque.
 X
   Los pitos de los trenes se oían ya desde lejos, llegando con roncos bufidos y echando vapor, a la estación central  de la villa, al lugar donde precisamente está hoy el Club Ferro Carril, como queriendo perpetuar con su nombre surgido entre gente de los talleres el lugar donde aparecieron los primeros trenes. Ya la ciudad se extendía, estando estirada, desde los ruidosos astilleros hasta la estación del Ferro-Carril que acercaba más la villa a la capital, rivalizando  con el “Eolo”, el “Neptuno” y el “Apolo” y finalmente con el “Ciudad de Salto” que después aquí iban y venían a la capital, tocando una  y otra costa del río Uruguay, con el esfuerzo primero de aquella sociedad que fuera su principal el Gral. Urquiza, para entregarse luego al impulso tremendo de Dn. Saturnino Ribes y finalmente de la Mihanovich  hasta desaparecer bajo el martillo del rematador, trasladada una parte de esos viejos astilleros.
   La villa había dejado de ser pequeña. Se había transformado en ciudad, aunque con muchas pretensiones aún, pero en lo que más se notó, apenas llegada a esa mayoría de edad, fueron en las diversiones que vinieron, que se instalaron y que se fueron. Frívolas la mayoría, pero todas aceptadas con verdadera pasión. El circo de Podestá venía todos los años, y en algunos carnavales hasta desfilaba por las calles, poniendo una nota más curiosa en esos corsos de colores, de agua florida, de flores, de papel picado, de serpentinas japonesas, de farolitos de papel, de grandes comparsas con orquestas numerosas. En esos corsos, los pobres eran  los espectadores sonrientes de la alegría y de la pompa de los ricos y de la clase media que rivalizaban en sus fantasías, en sus carruajes y en sus murgas de falsos negros integradas por jóvenes de la sociedad.
 Los corsos terminaban en el Club de los Artesanos o en el Siamo Diversi con música de sus propias bandas o del batallón que estaba destacado en Salto, hasta que fueron languideciendo y desapareciendo con los nombres de aquellos conjuntos que recordaron tantas épocas de alegría y esplendor de nuestros carnavales:  los Pelotaris, los Hijos del Pueblo, Juventud Unida, Los Pierrots, los Parvas Domus, la música de Salvador Granata ya al final, contrastaba con la que se tocaba en los salones movidos por el roce de las sedas de aquellas damitas que valseaban a fines de siglo.
   Tiempos de lutos rigurosos, aliviados y ligeros pero que no impedían que las principales familias concurrieran al teatro Larrañaga a los palcos especiales, aquellos que tenían delante, sobre el mismo balcón un enrejado de varillas de madera que impedían que el público viera quienes estaban tras los mismos. Familias completas entraban cuando la función empezaba y salían cuando la misma estaba a punto de terminar. El luto se respetaba y el teatro no perdía habituales espectadores.
   Tiempos de las llamadas “matracas”, cuando  grupos de contratados recorrían de arriba abajo las calles Uruguay, Brasil y Artigas, haciendo ruidos característicos con los cuales el público recordaba que debía ir a las misas de los jueves, viernes santos y sábados de gloria.
XI
  Las estampas de nuestro Salto antañoso, se suceden, y se inscriben, casi todas nos traen sonrisas por lo ingenuas, por lo exageradas, en fin por todo aquello que nos hace añorar tiempos felices.
   Desde mediados del siglo pasado (XIX), a bastante entrado éste, cuando la medicina encontraba muchos tabúes y la credulidad de la gente era tan explotada por tantos hábiles vividores, solían llegar a Salto, al principio en vistosos carruajes, luego por tren y vapores, charlatanes que vendían de todo, y charlatanes que vendían pocos productos, pero que servían para todo.  Era la época en que los barberos aplicaban ventosas y sanguijuelas, sacaban muelas al frío, y a veces hasta cortaban el pelo.
   Aquellos palos cilíndricos pintados de rojo, y envueltos en tramos por una franja blanca, indicaba su profesión de sangrador además de la de barbero que estaba señalada por la escudilla de bronce que pendía de la puerta de entrada. Esos artefactos de franjas blancas y rojas – vendas sangrantes – se colocaban a cada lado de las puertas de postigos, a veces acariciadas por las gruesas cortinas de lona, que impedían entrar el calor y el polvo de la calle.
No faltaba una siesta que no fuera interrumpida por los alaridos de un paciente a quien se le sacaba – cuantas veces no – una muela cariada, con la ayuda de algún fortachón vecino que sostenía con fuerza a una silla, y a veces hasta por el suelo, al paciente que, loco de dolor de muelas se prestaba a la operación.
  Un buen trago de caña cubana servía de anestesia improvisada, que además animaba el espíritu de todos, incluso de los “doctores” que, arremangados pero sin sacarse sus chalecos, arremetían con entusiasmo contra el paciente. Unos buches de agua oxigenada, y nuevos tragos de caña, dejaban restablecido al enfermo que salía con unos reales y una muela de menos.
   Pero dentro de estas estampas estaban, como decíamos al principio, los que venían y ofrecían sus famosos elixires.  Los diarios locales se prestaban a anunciarlos con grandes letreros y con la parte más importante del aviso.  Esos elixires servían para las más diversas enfermedades: algunos, los creosotados, curaban radicalmente la tuberculosis, y aplicados con un algodón sobre incipientes calvas, aseguraban el fluir del cabello que moría, así lo expresaban.
   El cine no era más que una curiosidad en 1903, cuando fue ofrecida una función con noticieros uruguayos que tuvo que se suspendida después por los desórdenes que en el Larrañaga se produjeron entre Blancos y Colorados, que gritaban y se insultaban cada vez que aparecía en la pantalla uno de sus caudillos. No era aún los tiempos en que la gente gritaba “cuadro” o expresaba su disgusto cuando se cortaba repetidamente, golpeando el suelo con fuerza, tiempos en que había que calcular muy bien la duración de los actos, para retirar el brazo a la novia, o soltarse las manos; tiempos en que la pianola del “Trianón” o del “Ariel” sonaban más lentamente o con fuerza, según el carácter de la escena.
   Mientras, por las tardes, la gente iba a los Recreos, “El Salteño”, “Los Aromos”, el “Edén Park” y otros tantos, donde los números de “musi-hall” se sucedían, desde una ascensión de globo hasta las proezas de un arriesgado equilibrista. A estos lugares concurría toda la familia; los espetáculos eran para todos, y a veces, a su regreso, se metían presurosos en los espacios “reservados para las familias” que había en las confiterías.  Ello, mientras no hubiera orquestas de señoritas que horrorizaban a las damas, “por darse a esa vida”, “La vieja Oriental”, el “Telégrafo” y la “París”, fueron los herederas de aquella “del Gas” de Gregorio Blanes, donde se sirvieran los primeros helados. A sus terrazas iban hombres que comían vidrios, tragaban fuego y espadas, o torcían hierro, y a veces ofrecían espectáculos, entusiasmándolos con su arte. 

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