En el último tercio del siglo XIX hasta mediados del XX, llegaron a Uruguay inmigrantes o refugiados procedentes de España, Italia, Francia, Inglaterra, Alemania, Austria, Suiza, Armenia, Rusia, Turquía, Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Grecia, Yugoslavia, Rumania, Portugal, Holanda, los países bálticos, Siria, Líbano y Egipto. Muchos se refieren a un “crisol de naciones”, ya que provenían de tan diversos estados.
*Entre los inmigrantes suizos que desembarcaron en este puerto,se encontraban los bisabuelos y abuela del Padre Antonio Mazza***
Puerto Concordia, ubicado sobre el Río Rosario, Departamento de Colonia, Uruguay. Por este puerto llegaron a la micro región de Rosario los más importantes contingentes de inmigrantes europeos, obligados a partir por la difícil situación económica que debían enfrentar hacia fines del siglo XIX.
El río Rosario es un río uruguayo ubicado en el departamento de Colonia. Su longitud es de 80 km. Nace en la Cuchilla Grande Inferior, cerca del límite con los departamentos de San José, Flores y Soriano, y desemboca en el Río de la Plata.
En su cuenca se encuentra una de las zonas más pujantes del departamento, caracterizada por la presencia de descendientes de inmigrantes suizos, italianos, alemanes, franceses y austríacos, siendo las principales ciudades Rosario, La Paz (C.P), Nueva Helvecia y Colonia Valdense. El Río Rosario fue, en tiempos de la fundación de esas ciudades, la principal vía de abastecimiento para la zona.
Su principal afluente es el arroyo Colla.
ADEMÁS DESTACAMOS LO SIGUIENTE:
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Con motivo de que a la zona del"Salto Oriental" llegó un día de setiembre de 1898
(previo pasaje por Concepción del Uruguay)
mi abuelo Rocco Bravi Jemini,
con destino a Santa Rosa del Cuareim (Bella Unión,Departamento de Artigas).
Emigró de Prugiasco,Suiza.
Partió del puerto de Génova,el 12 maggio de 1898, en la Embarcación:"La Veloce"
La idea de anexar a nuestro sitio Web, éste espacio
dedicado al "Salto Oriental" fue a causa de la ausencia de información
histórica en la red sobre nuestra amada ciudad:
Para lograr
nuestro propósito fue necesario recurrir a un gran narrador salteño
«Arturo Aníbal Gagliardi », que por su inteligente, sencillo y humilde
lenguaje hace que el relato sea ameno y que la historia del Salto
Oriental sea un cuento.
El guión
principal y conductor de está página fueron tomados de “Crónicas de
Antaño” y “En el Viejo Salto” de Arturo Aníbal Gagliardi.
A esté recorrido histórico de Gagliardi, nosotros le hemos
agregado enlaces de otro autores salteños: Eduardo S. Taborda , Fernández
Saldaña, etc. La idea es de ilustrar, graficar el guión histórico de
Gagliardi mediante enlaces que amplíen la información. Como la
publicación de Gagliardi no tiene imágenes, nosotros consideramos oportuno
animarla ingresándole imágenes al brillante relato histórico.
Esté es nuestro humilde homenaje a esté autor olvidado,
como así también a todos los otros autores salteños, a los amantes de
nuestras raíces, y a todos los salteños que con su trabajo están
construyendo el futuro de Salto, y que mañana será "Historia". También
dedicamos el mismo a todos los Inmigrantes y descendientes.
En el Viejo Salto
I
Los
pueblos, las ciudades, tienen su alma y su fisonomía física al igual que los
hombres. Tienen su pasado, su presente y tendrán una señal en los tiempos o
pasan desapercibidas; y a veces hasta desaparecen de la faz de la tierra,
sin dejar rastros, o los dejan para descubrirse después de siglos.
Nuestro Salto tiene el privilegio de estar dejando constantemente rastros de
su vida, ha tenido la virtud de haber crecido y vivido intensamente, de
habernos dejado sus hijos del ayer una sólida base de cultura, de progreso,
de intenso vivir que, a quienes transitamos en este presente – futuro para
aquellos que ya se fueron - nos cabe la responsabilidad grande de mantener
llenos los cálices de la actividad que nos guarda de caer en el olvido o
dormir sobre los atributos de pasadas glorias.
Salto no nació por uno de esos azares como de los que han nacido tantos
pueblos. No fueron apareciendo ranchos a lo largo de un camino. Su
nacimiento se debió a un propósito preestablecido, por interés geográfico o
militar, pero decidido sí por quienes regían nuestros destinos en el siglo
18. Un rincón ancho y manso río, a veces embravecido por las turbulentas
aguas de una crecida.
Un
arrullo de cascadas que hacían más limpias sus aguas; el encuadre entre el
Sauzal y el Ceibal, y los montes cimarrones del Este, ubicaron a Salto
dentro de un paisaje acuchillado, que a la vista, desde el atalaya del
Cerro se encuentran siempre con distintos y hermosos aspectos cada mañana.
Las
luchas por la emancipación y luego las fratricidas, encontraron siempre a
Salto en el cruce de los caminos. Primeros los indios - empujados cada vez
más al Norte por la civilización - acosaban a Salto con sus malones, luego
Artigas en viaje al Ayuí dejó sus huellas con sabor a patria; más tarde la
Guerra Grande trajo dolor y miedo ante el paso de las fuerzas de Rosas y
finalmente los últimos brillos de los turbulentos caudillos blancos y
colorados, hicieron cambiar de mano nuestra villa muchas veces.
Incontables aconteceres bélicos sucedieron a Salto durante el siglo pasado (XIX),
hasta que tantas decisiones logradas por la fuerza, se acabaron con el año
cuatro (1904). Sin embargo, ni el ruido de las armas ni el olor a pólvora
cercana, hizo cambiar la elaboración del espíritu civilista de Salto, que
jamás, en aquellos bravos tiempos, antepuso la espada al crescendo
espiritual, al empuje cultural de sus hijos, al destino de un pueblo
industrioso, que si bien participaba de las tremendas contiendas políticas
no perdió de vista nunca el deseo de progresar con el trabajo y sobre todo
con el cultivo del intelecto.
En
el pasado de Salto y como elementos formativos debemos señalar hechos y
circunstancias, muchos de ellos, detalles que a veces se escapan, pero sobre
todo, debemos señalar: la inmigración, la cultura y la actividad industrial
y comercial.
Estos tres componentes dieron la fisonomía peculiar tan llena de cosas
gratas, tan plena de buenos recuerdos, tan segura ya de su porvenir.
II
No citemos ya a
las primeras familias que formaron aquel poblado que erigió el Mariscal
José Joaquín de Viana; citemos sí, a algunos indios que se fueron acercando
al pueblo doblegando su altivez con una mansedumbre propia del que necesita
comida a cambio de fáciles menesteres; citemos al hacendado riograndense
que, empujado por las luchas emancipadoras del Estado de Río Grande del
Sur, atravesaban nuestras fronteras como una puerta abierta cualquiera,
dentro de su propia casa, tomaban una gran suerte de tierra, juntaban
ganado disperso en las cuchillas y formaban sus lotes para erigir fortunas.
La villa del Salto era la recalada obligada de esos estancieros que por
muchos motivos necesitaban el pueblo, y establecían su domicilio de
temporada en la villa. Con estos hombres vinieron familias enteras de negros
esclavos que hasta hace cincuenta años, o quizás menos, conservaron su
espíritu de temor a su dueño – a su patrón – y continuaron hablando con
reminiscencias de lenguas africanas y acento portugués.
La frontera uruguayo-brasileña era una línea tenue, atravesada lentamente
por quienes venían a establecerse aquí, y cruzadas violentamente por cortos
períodos, por caudillos que salvaban su vida atravesándola para aprontar
nuevos alzamientos. El juego de las luchas civiles sustituía las decisiones
de las urnas. La fuerza, pretendiendo siempre imponer sus razones.
Pero los
elementos más fuertes en la formación de nuestro pueblo, lo constituyeron
no sólo los españoles que continuaban llegando a nuestra patria, y los
descendientes de aquellos, que años atrás habían venido de España, sino los
italianos que llegaban con sus oficios y las herramientas en sus manos,
artesanos de cientos de expresiones, que se establecieron con pequeñas
industrias, con talleres, hasta como músicos y pintores, y como
agricultores, que comenzaron a dar vuelta la virgen tierra sobre la estrecha
cintura de la joven ciudad.
Le siguieron
franceses, que eran boticarios,
médicos y a veces agricultores, así como los españoles venían como
escritores, tipógrafos, redactores de periódicos, como poetas, cuando no
como comerciantes.
Los vascos
eran un exponente grande en la constitución de Salto. Los turcos, - que así
se les llamó a aquellos, así vinieran de Turquía como de Egipto, de Siria o
de Arabia -, hasta hace algunas décadas aún llegaban, formando su capital,
primero con su canasta o baúl de barajitas hasta que se permitían adquirir
primero un caballo, luego un carrito y más tarde comprar o levantar un
almacén de ramos generales, con anexo de bebidas, por supuesto.
El “turco”, ya
establecido, no abandonaría más el lugar; una criolla enlazaría su vida y
quedaría definitivamente formando parte del elemento que constituiría
nuestra población.
El italiano, en
cambio, o vendría casado de su patria o buscaría luego alguna paisana suya o
una hija de sus paisanos para casarse, aunque ello no era ningún obstáculo
para que se asimilara e integrara a la villa como su patria definitiva. El
español procedía casi en la misma forma, pero con menos frecuencia. Su
lengua era la nuestra, nosotros éramos al fin sus propios descendientes.
Había,
como siempre lo ha habido, un río - el Uruguay - entre esta banda y la
otra, pero sólo era un obstáculo que se sorteaba con un bote. Familias que
iban y venían, hombres que buscaban refugio aquí al fracasar una intentona
revolucionaria allá, como hombres de aquí que buscaban albergue allá
enfrente por la misma causa. No había distingos ni trabas para el argentino
que viniera, ni en el ejercito, ni en los puestos públicos.
Muchas veces se
quedaba definitivamente, pero otras, con la caída de un gobernante, se
sentía llamado a su otra banda, y regresaba a ella. El río Uruguay era una
ancha calle que se vigilaba solamente para descubrir preparativos de
invasiones partidistas blancas y coloradas. Por lo demás, nada podía detener
a quienes la cruzaban. El papeleo y la revisación minuciosa de valijas,
vino mucho después, cuando ya este siglo (XX) había dados muchos pasos.
El pueblo tenía
su constituyente humano; él amasaría y daría luz a los hombres que
vivirían, lucharían y morirían como salteños o se integrarían sin ninguna
clase de obstáculos a la villa. Las pasiones políticas le arrastrarían
también y tomarían parte no sólo en las luchas electorales, sino en aquellas
que necesitaban una lanza o un fusil. Es que nuestra nacionalidad se estaba
formando aún, fundiéndose en el crisol de tantos inmigrantes. El verdadero
criollo sólo aportaría su amor a la patria y su acendrado deseo de
participar en la política – no ajena a los inmigrantes dijimos – mientras
que estos aportarían sus costumbres y amor al trabajo y su conocimiento de
las artes, de las artesanías, de la tierra que germina la semilla, de las
nuevas ideas políticas que hacían peligrar tantos tronos en Europa.
III
Desde los
tempranos años Salto, se oyó el resoplido del fuelle junto a la fragua, el
tintinear grueso de los metales golpeados, el pitar del vapor de las
calderas.
Los albañiles
italianos levantaron amplias y hermosas casas con zaguanes de trabajadas
maderas, sus canceles con vidrios biselados, sus escaleras de cumplidos
hierros forjados, sus balcones de mármol, sus soleados patios con sus
aljibes revestidos de azulejos, y a los fondos, cultivados tanta veces por
viejos peninsulares, los naranjos ofrecían los perfumados azahares o el
dorado fruto; los párrales se llenaban de apretadas uvas y en otro sitio,
muchas veces baldío y sin cuidado, crecían firmes las granadas, las higueras
de retorcidos y viejos troncos, y junto a los alambrados de los caseríos de
los alrededores, se enredaban a veces con la madreselva y el burucuyá, los
nísperos y los membrillares, que las negras cocineras pelaban y en grandes
tachos de cobre revolvían con larga paciencia para obtener el dulce que de
regalo se enviaba a algunos amigos influyentes de la capital.
Más afuera,
donde los caminos empezaban a tomar con pereza la dirección de otro poblado,
los gringos, con arados de mancera o a pala de dientes, abrían la tierra
bajo el abrazador sol de enero, apenas resguardados con un viejo sombrero
aludo. Y más allá pastaba tranquilo entre corrales de ramas o de piedras,
el ganado, que de a ratos levantaba su vista para mirar como sin ver las
carreras de los avestruces, que a veces, equivocados, se aventuraban hasta
las puertas mismas de la ciudad.
Sobre las
principales laderas de los cerros pedregosos en rectas hileras se
levantaban apenas las vides traídas a mediados del siglo (XIX), por don
Pascual Harriague,
y mucho más, pasando el Arapey, el General Villar distribuía su tiempo entre
la cría de animales de raza, las obligaciones militares del cuartel que él
viniera a fundar, la vigilancia de alguna otra intentona revolucionaria que
amenazaban la frontera y también el cultivo de la vid, a los que agregaba
el cuidado de una variedad asombrosa de frutales, que aunque parezca raro,
era respetado hasta por los propios contrarios de armas. Su compadre
Saravia, en ocasión de pasar por las
cercanías de su estancia desguarnecida, cuidó muy bien que sus soldados no
hicieran el menor daño ni siquiera a un solo árbol. Es que el General
Villar, era un respetado vecino, caballero de vieja escuela, con contrarios
sí, pero sin enemigos. Su error en Tres Árboles fue borrado por el triunfo
de Cerros Blancos, y el vecindario de Salto, cuando el siglo estaba próximo
a tocar su última campana le esperó como a un general Romano, y bajo el arco
de triunfo que levantara en Uruguay y Suárez, le entregaron una espada de
honor.
El lento crecer que tuvo la villa desde 1756, casi durmió recostada sobre el
Uruguay, sacudiéndose a veces, primero al paso y aprovisionamiento de los
ejércitos que iban a las
Misiones Orientales en las guerras guaraníes,
luego el asomo de los portugueses, y dando ya la vuelta a la esquina del
1800 vieron cruzar a aquel conglomerado de gauchos, negros e indios que
llevaban la bandera del Protector de los Pueblos Libres. La Guerra Grande
la hizo cambiar de mano varias veces; estaba visto que su fuerte no era el
luchar, aunque el sacudón lo recibiera cuando Garibaldi con sus italianos
y algunos orientales detuvieran cerca - en San Antonio -, a las huestes de
Rosas. Eran los tiempos en que la villa no llegaba más que hasta la Plaza
Treinta y Tres, tantas veces guardada con cañones. Le costó lustros subir
la calle Real y abrir la otra plaza, "La Nueva" para diferenciarla de la
otra de viejos paraísos "La Vieja". Sin embargo, tuvo la necesidad de
hacerlo mientras en aquella las retretas congregaban a las señoras de edad
y a las jovencitas custodiadas por sus madres, que no perdían miradas a los
dragones, en la Plaza Nueva se hacían corridas de toros y los equilibristas
paraban los corazones de los mirones con sus audaces piruetas.
La villa se
había agrandado, aunque ya era una ciudad con pantalones largos cuando
oficialmente el Presidente Berro la elevó a la categoría de Ciudad.
IV
Por las calles
corrían presurosos llamados de urgencia, los flebótomos con sus valijitas
repletas de flacas sanguijuelas, prontas para una sangría de urgencia, y las
campanas de la iglesia de la plaza vieja, recién regaladas por el Presidente
Tajes, llamaban a la Novena, mientras una familia se aprestaba a sacarse una
fotografía. Sepia desvaída de una familia numerosa. Cartón grueso
sosteniendo la foto de un estudio. Un matrimonio de mediana edad.
Ella y él
parecían ya viejos. El bigotudo, tieso, firme y serio, peinado al medio con
dos jopos. Saco con cuatro botones, chaleco y la infaltable cadena, que
ocultaba en su extremo un pesado reloj cebolla, tapas de oro, iniciales,
números romanos. Pantalón estrecho sin rayas, puños duros, cuello palomita y
gran corbatón oscuro. Ella, la madre de la prole que rodea al matrimonio, de
medio perfil, gran zorongo, cuello vainillado alto, enorme busto avanzado,
como símbolo de crianza de una numerosa familia. Mangas abullonadas, larga
pollera que apenas deja asomar puntudos zapatos, y hacia atrás en retirada
equidistante del generoso busto, el polizón, firme y bien armado.
A los
costados, en el suelo, dos niñas y dos niños. Ellos, peinados con cerquillo,
cabello mojado, orejas y rodillas limpia, con sus trajes imitando a
hombrecitos como enanos, pantalones cortos que escondían apenas las
rodillas, botines de charol y cordones largos.
Las niñas:
blancos vestidos acampanados, casi hasta los tobillos, alto cuello cerrado,
gran moño en la cabeza, guantes, medias largas y botitas de puntas. El
cuadro estaba completo. La familia había posado para la posteridad, se
sacarían copias y se enviarían a cuanto pariente lejano hubiera y luego sus
hijos y nietos apenas contendrían la risa ante sus estampas.
Pero estaba
también la otra fotografía: la del jovencito de la casa.
Como
siempre, dentro de un estudio: un jovencito con una pierna cruzada y un
brazo apoyado suavemente y en actitud pensativa contra una columna de madera
torneada! Como fondo, una escalinata; plantas y árboles fruto de la pintura
de un gris de aficionado, cuyas nubes se perdían en lontananza . Una gorra
marinera le cubría los rizos y le llegaba hasta los ojos, grandes, tristes,
serios; una blusa le caía hasta más abajo de la cintura y los botines
remataban su vestimenta dominguera. Al dorso de la postal, una cursiva y
cuidadosa letra dedicaría la foto a un pariente lejano. Cartón iluminado que
luego pasaría rápido entre el anonimato y el olvido de otros parientes que
le habrán olvidado en el árbol genealógico de alguna frondosa familia.
Posar ¿para la
posteridad?
VI
Calle Uruguay y Esq. Valentín (actualmente Joaquín
Suárez).
Sobre la misma se aprecia el Rancho del "Terrible", farol,
procesión,
al fondo cúpulas de Iglesia Nuestra Señora del Carmén. Año
1878
La calle
mayor era el eje de la ciudad. Siempre lo fue. Lodazal en los días de
lluviosos, seco polvo en las tardes de verano. Cuando se desperezaba en las
siestas, algún perro movía inquieto y molesto su cola espantando las moscas
y a veces les tiraba un tarascón que nunca acertaba. El cartero, que
repartía los diarios de dos días anteriores que llegaban de la Capital,
repiqueteaban los llamadores con sus golpes característicos y hacía lanzar
alguna imprecación poco afortunada a algún viejo, que tirado en la cama en
camiseta, tiradores y pantalón, aguantaba apenas el calor. La pantalla
quedaba a mano y el mosquitero no se ponía, pues se usaba sólo durante las
noches. En las cocinas, el ruido de las cacerolas ponía música disonante a
cargo de alguna negra criada o de chiquilina que quien no, tenía para hacer
los mandados y cebar el mate. Mientras tanto, los chicos de la casa, o
correteaban con malas intenciones a las pequeñas fámulas, tiraban piedras a
los faroles, apuntaban hacia una tentadora ventana o simplemente las hacían
volar hacia arriba en procura de un techo de zinc que esos sí sonaban y
continuaban con el rodar de las piedras.
Una paliza
aplicada con un grueso cinto del padre o con la zapatilla de la madre, ponía
fin a las aventuras y se los arrastraba a dormir la odiada siesta sacrosanto
descanso que los mayores respetaban como nada.
El tranvía
a caballitos - mejor a mulas -, hacía sonar su campana en cada esquina, y
por las noches los chicos se ocupaban en esperar las chispas que las
herraduras de los animales sacaban a los adoquines o ponían sus orejas
contra los postes de teléfonos para oír el zumbido de los tirantes alambres,
esperando inútilmente escuchar un mensaje.
Las veredas
se alzaban arriba de los altos cordones y el pasto empujaba los senderos por
donde el transeúnte pasaba, mientras los pudientes colocaban piedra loza en
las veredas de los alrededores y en el centro, las acaudaladas familias las
lucían con baldosas que lavaban a cada rato.
Los carros
de basura, de dos ruedas y tirados cansinamente por burros, se empacaban a
veces y movían las orejas como protestando por que sí, mientras silbaba el
rebenque del conductor, cuando por otro lado, el barrendero con su pala
corta y su cepillo de largo mango amontonaba el abono y lo colocaba en su
carro cilíndrico que sonaba a pesado hierro. El afilador entonaba su
conocida melodía de cuatro notas hacía arriba y hacía abajo y las patronas
sacaban sus tijeras y sus cuchillos y en las puertas de sus casas esperaban
el trabajo, mientras los chicos miraban extasiados como el afilador le daba
pedal a su rueda y sacaba lenguas de fuego a la piedra y el acero. El
andrajoso traje del afilador era siempre rayado de negro y gris, y el pucho
de tabaco en cuerda le colgaba inerte y apagado de un costado de sus labios
escondidos por los largos bigotes mal cuidados. Apenas marchaba, gritaba
desde la puerta, el marchante, - el turco -, que llevaba su canasta repleta
de variedades: jabones, peinetas, agujas, hilos, máquinas de afeitar,
espejos, pañuelos, invisibles, peines y cuantas baratijas más, como decían
ellos colocando "bees" que resbalaban en su lenguaje pintoresco, el que
causaba risa a los chicos, que los tomaban como seres que sólo servían para
reírse de ellos y calotearles algo mientras miraban para otro lado.
El italiano
verdulero, de raído sombrero y caídos bigotes, marchaba con un pie apoyado
en el estribo del carro, mientras iba anunciando duraznos por ciento y
sandías caladas.
Mujeres
francesas fabricaban sombreros o los importaban de París; el viento seco del
verano no traía buenos olores desde los saladeros que, apoyados sobre el
río, descargaban desechos al agua y atraían a los peces. Épocas felices
para los pescadores y para los peones de matanza que oteaban en busca de la
banderita roja que los llamaba a trabajar.
Las
fábricas de sodas y gaseosas tenían poca labor en invierno, y el último
cuarto de siglo se ponía lujoso con la fabricación y distribución de hielo,
y la elaboración de helados. Las fábricas de velas seguían haciendo su
agosto a pesar de la electricidad, y las jabonerías nunca se animaron a
hacer más que jabón común. Nuestros vinos habían traspasado fronteras
ganando premios en Europa y los buenos comercios de Buenos Aires lucían en
sus vidrieras de leyenda: "aquí se venden vinos del Salto Oriental".
Una riqueza
se encontraba tirada en los campos, no descubierta, y por consiguiente no
explotada: las piedras semipreciosas (onix, ágatas y amatistas) que le han
dado al Salto, en el mundo, justo renombre.
Digamos que
en 1842 un alemán Federico Klei, descubrió en Tacuarí Río Grande del Sur,
las ágatas, y dos años más tarde, otro alemán, Nicolás Eiffer encontró en
los arroyos Catalanes, departamento entonces de Salto, luego de Artigas, la
misma clase de piedra y saltando de gozo, exclamó: SOY RICO. Pero su
alegría le duró poco, no alcanzó a ser rico pues murió poco después. Pero su
descubrimiento cundió, y la idea que tenía sobre su explotación de esa
riqueza que se encontraba arrojada por los campos, corrió pero fue otro
alemán también, que recogió el entusiasmo de Eiffer - Carlos Schunch - .
Llevó muestras a Alemania, se experimentó con ellas, y se convino en enviar
la mayor cantidad de cargamentos que se pudiera. Y así fue.
Los primeros
embarques se hacían por carretas que llevaban las piedras hasta Porto
Alegre, y de allí a Alemania. A don Carlos Schunch le sucedió su hermano
Juan Nicolás, quien se asoció a Becker, otro alemán como él, y mientras uno
se encargaba aquí de recoger y embarcar las ágatas y amatistas, el otro las
comercializaba allá en las distintas fábricas que trabajaban estas piedras.
Se cuenta
que el número de estas industrias que las trabajan, aunque no en
exclusividad por supuesto, llegaron hasta 200 antes de la guerra mundial.
El itinerario
de nuestras piedras cambió luego.
Eran traídas
como siempre en carretas y llevadas hasta nuestro puerto donde buques a
veleros las transportaban a Europa. Pero luego, ya a fines de siglo, se
cambió el medio de locomoción y el itinerario era otro: llegaban en las
carretas, hasta los fondos de la casa de los Schunch, en la calle 8 de
Octubre y Suárez, allí volcaban su contenido, se clasificaban un poco, se
las acondicionaba en barricas y el tren se detenía en los fondos de la casa
de los Shunch para recogerlas. El puerto de Montevideo las esperaba para
embarcarlas a Alemania. Luego, regresaban estas piedras en forma de
ceniceros, mangos de puñales, tinteros, y hasta collares y fantasías finas.
VIII
Salto
sufría altibajos en sus progreso: la inmigración era constante pero había
languidecido bastante a fuerza de tantas guerras entre hermanos. La Guerra
Grande había pasado destructora muchas veces por nuestra ciudad. Después de
Caseros había surgido una resurrección en el trabajo y en el comercio; luego
el Gobierno de Pereira, la tragedia de la guerra había regresado y muchas
veces pasó cerca de Salto y por sus calles. Vino de inmediato el triunfo de
Flores, la Guerra de la Triple Alianza y Salto fue recalada obligada de
ejércitos, terminal de barcos de líneas y expresos y con ello el
extraordinario desarrollo del comercio y de pequeñas industrias que tenían
afinidad con las necesidades del ejército y sus componentes. Era el punto de
convergencia de todos y de todo. Fue éste sin dudas, el período más próspero
de Salto. Su comercio alcanzó un desarrollo excepcional. Durante esa guerra,
la Compañía Salteña de Navegación aumentó la cantidad de sus buques. Don
Prudencio Quiroga y Don Domingo Fernández fueron presidentes en ese entonces
de esa próspera compañía.
Con ese
desarrollo, digamos al pasar, se establecieron numerosos consulados y vice-consulados.
Finalizada
la guerra de la Triple Alianza, el comercio de Salto siguió su curso
ascendente. Crecieron casas de comercio que eran pequeñas y con mayores
capitales se transformaron en mayorista, abasteciendo perfectamente no ya a
nuestra campaña solamente sino a las campañas de Artigas, Paysandú y parte
de Tacuarembó, y a pueblos, y ciudades, tales como San Eugenio y Santa Rosa.
Se fundaron numerosas empresas de diligencias que unían prácticamente toda
la República con nuestra ciudad, quizá la última empresa de diligencias
fuera la de Don Jacinto Ballesteros, en Belén, que clausuró su línea cuando
León Serjans ("Guaripola" como le llamaban...) instaló su empresa de
autobuses en los comienzos de los años veinte. Lo hizo con dos cohes,
digamos de paso, marca Reo, uno con asientos largos, y otro con la media
parte anterior con largos asientos y la posterior o trasera con asientos
dispuestos en forma de living. Eran los tiempos en que el
ómnibus de "Guaripola"
demoraba el tiempo record de seis horas para ir de Salto a Belén, cruzando
en balsa el Arapey, tiempos en que las lechuzas hacían guardia sobre los
palos de teléfonos y seguían al coche dando vueltas sus cabezas, tiempos en
que grandes rebaños de avestruces jugaban carreras al ómnibus, separados por
los alambrados que corrían paralelos al camino lleno de baches, donde algún
fordcito valiente y estruendoso daba saltos, devorando terreno.
Pero volamos
un poco para atrás nuevamente, veremos que las carretas, en caravanas largas
y lentas, llevaban comestibles, telas, artículos de ferretería, etc. Quince
o
veinte pesados vehículos formaban el convoy, verdaderas poblaciones
flotantes que hasta levaban con ellos una carreta de chinas quitanderas o un
pequeño circo de algún extranjero que le gustaba esa vida errante. El
carretero levaba su familia con él, y el responsable de todo el cargamento
era el que iba mejor ubicado. A su regreso, la larga fila, meses después,
traía cerdas, cueros, lanas, plumas, tripas, sebo y charque que acopiaban
los grandes barraqueros de Salto, como aquella de la que aún queda un
vestigio como resistiéndose al tiempo y al abandono, esa enorme fachada
sobre la calle Soca a mitad de cuadra: la barraca de Abascal. El lugar de
estacionamiento de las carretas era la plaza de las carretas, la Plaza
Libertad – hoy Plaza de Deportes – y que tan bien fuera evocada por Enrique
Amorín. Las fondas baratas hacían un cinturón a la embarrada plaza, los
boliches y las academias completaban el panorama, y algunos, hasta
continuaban su vida nómada viviendo en la carreta hasta que una nueva
carga los llevara campo afuera entre cuchillas, enchorradas, cielo y tierra.
Después, vino
el ferro-carril. Y se instaló allí cerquita, a media cuadra de la Plaza de
las Carretas, donde hoy tiene su edificio el club homónimo, y algunas
cuadras más allá, los talleres fueron poniendo música de martillo y acero,
arreglando vagones y construyendo la “Criollo”.
Los transportes
comenzaron a hacerse por tren y desde algunas estaciones se enviaban para
otros puntos los productos en carretas. Del cercano centro de la ciudad,
los pesados vehículos fueron desplazándose para el campo. Allá dominaban,
estaban en su reino tranquilo, abierto, donde el tiempo se deslizaba con
lentitud.
La decadencia
del comercio de Salto, se hizo patente a los comienzos de 1881, pero luego,
nuevas inyecciones de inmigrantes levantaron el espíritu salteño y nuevas
firmas, artesanías y pequeñas industrias le dieron nuevamente la fisonomía
que tenía otrora. La industria, sólo cubría las necesidades de la zona: el
Aserradero Nacional de Avellanal Hnos., fundado en 1908, el taller mecánico
a vapor fundado por Pedro Pons en 1885; el Molino y fideería La Salteña,
fundado por Carlevaro y Osimani en 1901; Fabrica Mutti de obras de Pórtland
fundado por Santiago y Bartolomé Mutti; Panadería Modelo, fundada en 1905
por Carlos Ambrosoni y Cía. ; la Unión Salteña, fábrica de gaseosas y de
hielo de Urreta y Cía. ; Herrería Moderna de Luís Merazzi e Hijos; Mueblería
del Comercio, fundada en 1889 por el señor Ángel Ambrosoni..., que contó
con el tapicero Anselmo Varela, tapicero de la Casa Real de España que,
aunque republicano, siempre lució con orgullo su escudo, para cuyo uso tenía
la autorización de la Regente Reina Cristina de España, a cuyo pedido había
tapizado la cuna del Rey Alfonso XIII.; B. & N. Solari, almacén por mayor,
importador; Leopoldo Amorín, almacén por mayor y Barraca de Frutos del País,
Armstrong Hnos., Barraca de Frutos; Zunini Hnos., y Berisso, Federico de los
Santos, Alfredo J. Garrasino, Suc. Muñoz y Juan O. Tanca, en Barraca de
Maderas; Barraca Americana; más cercana ya Pereira y Cía.; Larghero, Conti &
Cía., ambas tiendas, Lamarque & Gómez en confitería, Narciso Lladó,
almacén y tienda; Esteban Solaro; Cesconi Hnos, y Lombardo, Enrique Pera y
tantos otros que ocuparon un lugar de preeminencia en el comercio y la
industria local.
Los saladeros,
ubicados a corta distancia uno de otro, sobre el río Uruguay, fueron orgullo
legítimo de Salto. La Caballada y La Conserva empleaban muchísima mano de
obra; ambos tenían fuertes muelles para el embarque. En el primer cuarto de
siglo era propietario de ambos el Sr. Jorge C. Dickinson. Mientras en La
Caballada se elaboraba tasajo, sebo, grasa, cueros, huesos, cenizas de
huesos, astas, aceites de patas, cerdas, tripas, tendones, etc. En la
Conserva se elaboraban: lenguas de vacunos y ovinos, Corned Beef y Corned
Mutton, Boiled-Beef y Boiled-Mutton, extractos de vacunos ovinos.
Sobre los
viñedos de Harriague & Harán, a partir de 1875 está demás que recordemos la
significación que tuvieron en los buenos tiempos del vino con otra
graduación, sin estiramientos y con una altísima calidad, capaz de competir
y triunfar – como lo hizo -, en los más exigentes torneos. Terminemos
señalando a los Astilleros, que fueron fundados por Don. Pascual Harriague
y Don Saturnino Ribes,
figura algo rara, que solía alternar sus grandes negocios con
interpretaciones bailables al violín, con el cual llegara una tarde solo a
Salto, sin que nadie supiera de donde. Sus dos flotas fluviales fueron las
más grandes del río Uruguay y en una época, de América, como el astillero
que, dando trabajo a más de 300 operarios, construyó hermosos buques, hasta
que al pasar la flota y astilleros a manos de Mihanovich, fue perdiendo
preeminencia la obra hasta languidecer y clausurarse por completo, cuando el
viejo y majestuoso Ciudad de Salto, fuera retirado de la línea
Salto-Montevideo, y se le transformara en barco de carga. Los astilleros no
tuvieron más nada que hacer, sus pitares de la mañana, el mediodía y la
tarde sonaban, pero no llamaban más a nadie a trabajar; sus fraguas no
soplaban más, ni los pocos obreros que quedaban, martillaban el hierro, ni
colocaban remaches en las planchas. Las viejas calderas de los vapores aún
yacen como monstruos antediluvianos oxidados por el reposar de los años.
Testigos de una industria y un Salto que se fue.
La actividad
privada siempre sobrepasó a la actividad oficial. Las continuas luchas entre
blancos y colorados, muchas veces detuvo el progreso. Pero, sin embargo en
Salto, esa detención progresista, muy pocas veces se notó. Veamos si no que
las Juntas Económicas Administrativas que tenían a su cargo el progreso de
las calles, parques, avenidas, servicios públicos municipales, etc.,
estuvieron en un constante bregar por esta ciudad: la Junta Económica
Administrativa de 1890 contó con personajes emprendedores tales como: el
Dr. Anselmo Dupont, Manuel Otero, Julio Sierra, Leonardo Castro, Nicanor
Amaro y Aurelio Novoa. En 1894, entró la Junta integrada por Manuel Cañizas
como Presidente, Camilo Williams, Benito Solari, Meliton Real, Francisco
Montaldo, Juan Moll, Agustín Alciaturi y otros no menos capaces. Terminada
la guerra de 1904, la Junta tuvo entre sus miembros a grandes figuras tales
como Manuel Jacottet, Marcelino Leal y nuevamente a Benito Solari.
Edificio de la Junta Económica Administrativa
del Departamento del Salto Oriental - año 1890 - Actualmente Sede de la
Intendencia Municipal de Salto
En esta época se
hicieron las avenidas a los Corrales y al Hipódromo, se mejoraron muchos
caminos y la edificación de la ciudad tomó un aspecto más moderno. Poco
antes, en 1900, se inauguraban líneas de tranvías de don Nicolás Schunch las
que luego pasaron a los hermanos Realini en 1917. Las líneas de Tranvías se
extendían por 23 kilómetros, y más de 25 coches hacían el servicio desde la
seis de la mañana hasta las 12 de la noche. Tenían cuatro ramales, uno que
recorría la ciudad de Este a Oeste y viceversa, otro que iba al Cementerio,
otro al Hipódromo, por el costado de la carretera, y otro a los Corrales de
Abasto, de donde unos tranvías especiales traían la carne, la que luego era
distribuida en la ciudad por carros de dos ruedas, en forma de carreta,
totalmente hechos de gruesas chapas de cinc.
Las campanas de
los tranvías, apretadas con un pie por el conductor de las mulas, que muchas
veces se empacaban, dejaban su sonido alegre en cada esquina, y la
chiquillada se prendía de los pasamanos verticales colocados a cada lado de
los bancos largos y hacían trechos viajando de arriba. La situación se hacía
difícil para todos, cuando había que subir la empinada y corta cuesta del
puerto frente a la Aduana. La solución era las cuartas que ponían sus
fuerzas, y en muchos tramos de calle Artigas también había que recurrir a
ellas. La plaza 18 de Julio de entonces daba la curva terminal de un
recorrido y el descenso por calle Uruguay aligeraba el trabajo de los
brutos. En invierno, los tranvías cerrados, cobijaban del frío a los
viajantes, que muchas veces, amontonados por lo pequeño, detenía su marcha
ante la negativa de las mulas, de cinchar más de lo acostumbrado.
En oficios
menores, numerosos extranjeros abrían sus actividades. Tanos zapateros,
relojeros y joyeros, unían sus esfuerzos a los demás.
Salto era un
hervidero de actividad industrial y comercial. Se recuerda que en 1903, en
ocasión de una gran exposición en Milán, en los talleres de “La Prensa”, se
imprimió un libro profusamente ilustrado, en el que detallaba y se ofrecían
fotografías de casi cincuenta talleres y fábricas de italianos que
contribuían al progreso salteño y prosperaban a un amparo. Muchos de esos
nombres que figuran en esa nómina, aún continúan manteniendo su prestigio en
la misma actividad o en otra., pero siempre dando empuje al constante
avanzar de Salto. Muchos se han ido para siempre, desaparecidos sus nombres,
pero sus restos reposan en nuestra necrópolis, como testimonio de sus deseos
de establecerse en vida aquí y reposar para siempre en esta misma tierra,
cuando la muerte los llamara.
Placas,
pequeñas estatuas, pilas funerarias, lápidas de mármol, dan fé de cuantos
italianos , de cuantos españoles y de cuantos otros vivieron y murieron,
lejos de su tierra natal, pero acogidos en su seno por la nuestra, como
verdaderos hijos de una buena madre adoptiva.
Quizá el empuje
mayor lo tuvo Salto en el aspecto intelectual. En muchas cosas nuestra villa
fue la primera, o estuvo a la par de la capital. La erección del Teatro
Larrañaga, fue la consecuencia de una necesidad. A él llegaron lo más
grandes cantantes de la época de oro de la ópera, de la opereta, de la
zarzuela, de los concertistas, y los más brillantes conferencistas.
Las
placas de homenaje, esculpidas en mármol, se encuentran como testimonios
en el hall del teatro y a los fondos del escenario. Su telón de boca en la
parte que él público no puede apreciar, conserva adheridos a él programas de
las más brillantes funciones. Asombra enterarse de los artistas que pisaron
sus tablas en épocas que nuestra población era apenas un puñado de gente.
La más o menos
ochocientas butacas del Larrañaga permanecían llenas durante las temporadas
y las críticas de los diarios de la época, desmenuzaban las actuaciones de
las grandes divas. Las veladas de gala en fechas patrias, ponían otro cariz
a la joya que se levantara en 1882, y algunos juegos florales, descubrían
nuevos nombres para la poética nacional. Los actos políticos en el Larrañaga
le hicieron perder aquella majestad que ostentara con orgullo. Los tiempos
le fueron transformando, haciendo de aquella élite que aplaudiera o silbara
a los artistas según lo merecieran, se fuera retirando, para dar paso a un
público más grueso que empezara a concurrir cuando empresarios más
comerciantes que poseedores del fino espíritu de otrora, empezaron a
presentar matchs de box, compañías teatrales de ínfima categoría, concursos
de murgas y comparsas, bailes populares; hasta que un día, apenas iniciada
la década del 30, la sociedad de accionistas del Larrañaga decidieran
cerrarlo. Su posterior reapertura ya pertenece a nuestra época.
El Ateneo, que
aún nos parece hermoso y espacioso, que albergue de caras discusiones, de la
exposición de las más modernas y democráticas ideas. Los intelectuales de la
época exponían con fuego sus razones, los actos puramente culturales tenían
su expresión más alta y a veces, algunos juicios tenían como escenario otra
razón, porque siempre uno y otro creía tenerla.
El Instituto
Politécnico era mantenido por Osimani y Llerena, con grandes sacrificios,
esperando por años que el Estado le diera carácter oficial mientras magras
ayudas pecuniarias le inyectaban un poco de esperanza. El Colegio Inmaculada
Concepción, El Sagrada Familia, las Escuelas de López, de Etelvina Migliaro,
de Sara Chousa por no citar más, mantenían creciente alumnado, junto con la
Escuela Hirám y con la clara y enérgica labor del Maestro Albisu.
Las ideas
religiosas tomaron fases violentas.
Masones y católicos tenían a veces
serios conflictos, y el padre Crisanto López, mostraba sus dientes cuando
las cosas subían de tono; y los anarquistas tuvieron su grupo en nuestra
villa, aunque las murgas y carros alegóricos de aquellos alegres carnavales
de antaño, ridiculizaron a los de negros trajes que portaban pistolas y
bombas de mano y distribuían panfletos exhortando a terminar con la vida de
tal o cual político.
Eran tiempos
del biógrafo. Después del cine Ariel, que luego se transformó solamente en
el Ariel; aquel de balconadas a su alrededor con sillas de viena, luces
verdes que nunca se apagaban, y pianola que apenas cambiaba el repertorio.
Gato Félix, ranitas, Tom Mix, William Hart, Pasteles en la cara o las
horrorosas muecas del hombre de las mil caras: Lon Chaney, con quien se
soñaba agitando por las noches, y más adelante las largas patillas y los
soñadores ojos de Rodolfo Valentino que desmayaron a tantas damas. Las
cómicas, de torta va y torta viene, producía estruendosas carcajadas,
mientras un medio o un real a veces, se nos iba en estas funciones donde ya
brillaba Carlitos y su bastón, Harol Loyd y el
Gordo y el
Flaco. En una casa vecina, rodeada de viejas tías sentadas sobre
enfundadas sillas que parecían fantasmas, la sobrina, en viaje a la soltería
por los cuidados y vigilancia de tanta vieja, tocaba en el teclado del
tallado piano de patas de perro “bulldog” y candelabros de bronce: “Sobre
las Olas” o la mazurca del momento, mientras las escuchas llevaban el
compás con la cabeza, asomando una sonrisa cómplice de algunas miradas
fortuitas de épocas pasadas cruzadas con algún joven de pajilla y bastón.
A veces la
sociedad salía de sus casillas, y en una fiesta patria cualquiera,
alquilaban carruajes y carros y salían al campo: al Prado Salteño, Arenitas
Blancas, Los Aromos, El Prado Español, los Cables, las Cavas, servían para
pasar todo un día. Asados, pasteles, tortas, vinos, refrescos y familias
enteras se reunían, aunque el ropaje seguía siendo ciudadano y cuidado, los
hombres se permitían la osadía de sacarse el saco para comer, aunque nunca,
-eso nunca – el sombrero. Manteles al suelo para el almuerzo, mientras un
violín y una guitarra trataban deponerse de acuerdo para tocar algo de moda
y corresponder a los pedidos de siempre: “El Aeroplano”, “El Caburé”, “Don
Juan” y algún vals último de don Gerardo Metallo. Más adelante, en los
cafetines y en las barras, Choché Pérez hacía cantar a todos su “Che Loco”.
En la ciudad,
los canillitas, -chiquilines atrevidos y capaces de apedrear a cualquiera –
voceaban La Tribuna o La Prensa o después La Tarde, y los ávidos de
encontrar asuntos polémicos bravos entregaban sus medios y se sentaban en
los mármoles de los zaguanes para encontrar la continuación de algún lío.
Los adinerados
hacendados construían a fines de siglo, el hipódromo, merced a una
iniciativa del General Córdoba, que durante catorce años seguidos fuera jefe
político, y a su misma idea, impuesta muchas veces a la fuerza en lo que
tenía que ver a contribuciones, se debió que Salto contara con su hospital.
La pala con que Córdoba echara el primer montón de mezcla para este
edificio, es guardada aun por sus hijos. Su alejamiento del cargo valió que
el pueblo, menos algunos de sus contrarios con los que siempre tienen que
contar los grandes hombres, le hicieran un homenaje. En esa época,
cualquier muestra de adhesión se expresaba con una manifestación callejera
que terminaba en la casa del homenajeado. Es cierto que esto costaba caro a
quien recibía la popular adhesión, pues siempre tenía que abrir las puertas
de su casa y obsequiar con largueza.
Era la época
en que los diarios locales eran terribles armas que se esgrimían sin
consideración. Insultos y denuncias llenaban las páginas; eran insinuados
escándalos y las “solicitadas” y “permanentes” estaban a la orden del día.
Eran épocas violentas para el espíritu. Los hombres eran requeridos por sus
escritos ante la justicia, o por los lances caballerescos o por el encuentro
sorpresivo de las armas.
Todo era causa
de la pasión que los hombres ponían en la política alrededor de la cual
giraba su vida, la de toda la familia y la de sus amigos; épocas en que un
colorado se casaba con una colorada y un blanco con una blanca, o una
criatura era dada de ahijada a quienes pertenecían a su mismo partido. Los
cruzamientos de partidos en el matrimonio eran cosas raras, causa muchas
veces de terribles distanciamientos entre familias.
Pero no todo era
política; también los ciudadanos hacían su vida social; las tertulias con
chocolates en la casas de las matronas respetables era ocasión para que se
aprovechara a retirar las fundas del juego de sala estilo Luis XV en las
casas adineradas y en las más modestas se cambiara el plafón que daba luz
colocándose otro que sustituía a aquel de floreados géneros, en forma de
semiesfera con armazón de alambres y con largos colgajes que llegaban casi
hasta el encerado del piso, imitando el de las “garconieri” de los barrios
de mala fama de París. Allí se leían cédulas, se recitaban los versos mal
disimulados de un enamorado para una chica a quien nunca había hablado, se
escuchaba un vals o una mazurca nueva de un improvisado compositor local,
interpretadas al piano o en arpa, instrumentos que debían aprender – uno a
otro – las chicas de la sociedad, aparte del bordado.
Los
acrósticos estaban a la orden, y algunos diarios insertaban versos de fulano
dedicados a mengana, aunque no poniendo el nombre de la amada, sino sus
iniciales. Era la época del “filo” y el “dragoneo”, aquel que se producía
después de incontables semanas de miradas fugaces, de “hacer la pasada”
frente a la requerida, de enviarse esquelas perfumadas por intermedio de una
amiga o amigo comedido, hasta que al fin venía el encuentro casual en una
“soirée” o el atrevido detenerse junto al balcón, sabiendo que los ojos de
la madre se habían distraído o aflojado un poco a propósito, si el candidato
era de su agrado. Era todo un problema, mezcla de temor y de alegría, lento
trajinar del amor en una época donde se escribía, citando versos enteros de
los románticos de moda, ya se llamarán Bécquer o Walter Schuch, Jorge Isaac
o Pablo Aguirrezabal, cuyos veinte años floridos nos dejaron apenas
comenzada la fiebre de frescos versos, como aquel que comenzaba dirigiéndose
a la luna suya, a su hermana sentimental, la que no conocía su mal.
Y si
rebuscamos más en el fondo de lo popular, quizá nos parezca oír la letra de
aquél, tal vez primer tango montevideano, “El Keko”, que surgido de las
Academias de San Felipe y Santiago, con nostálgico acento, cantaron las
fuerzas de Arredondo en su largo andar desde Buenos Aires hasta Concordia,
desde donde embarcaban en el 85 para entrar por el Quebracho y allí
terminar su cruzada contra Santos.
Fue casi en el
mismo año en que el Lazareto comenzó a recibir enfermos contagiosos, y en
que los díceres de la gente le hacían temer, pues parecía que a él sólo
eran llevados los que iban a morir.
Las epidemias
de viruela, siempre coladas por la frontera, llenaban con enfermos las
piezas del local tras la mole inmensa del tanque.
X
Los pitos de los trenes se oían ya desde lejos, llegando con roncos bufidos
y echando vapor, a la estación central de la villa, al lugar donde
precisamente está hoy el Club Ferro Carril, como queriendo perpetuar con su
nombre surgido entre gente de los talleres el lugar donde aparecieron los
primeros trenes. Ya la ciudad se extendía, estando estirada, desde los
ruidosos astilleros hasta la estación del Ferro-Carril que acercaba más la
villa a la capital, rivalizando con el “Eolo”, el “Neptuno” y el “Apolo” y
finalmente con el “Ciudad de Salto” que después aquí iban y venían a la
capital, tocando una y otra costa del río Uruguay, con el esfuerzo primero
de aquella sociedad que fuera su principal el Gral. Urquiza, para entregarse
luego al impulso tremendo de Dn. Saturnino Ribes y finalmente de la
Mihanovich hasta desaparecer bajo el martillo del rematador, trasladada una
parte de esos viejos astilleros.
La villa había
dejado de ser pequeña. Se había transformado en ciudad, aunque con muchas
pretensiones aún, pero en lo que más se notó, apenas llegada a esa mayoría
de edad, fueron en las diversiones que vinieron, que se instalaron y que se
fueron. Frívolas la mayoría, pero todas aceptadas con verdadera pasión. El
circo de Podestá venía todos los años, y en algunos carnavales hasta
desfilaba por las calles, poniendo una nota más curiosa en esos corsos de
colores, de agua florida, de flores, de papel picado, de serpentinas
japonesas, de farolitos de papel, de grandes comparsas con orquestas
numerosas. En esos corsos, los pobres eran los espectadores sonrientes de
la alegría y de la pompa de los ricos y de la clase media que rivalizaban en
sus fantasías, en sus carruajes y en sus murgas de falsos negros integradas
por jóvenes de la sociedad.
Los corsos
terminaban en el Club de los Artesanos o en el Siamo Diversi con música de
sus propias bandas o del batallón que estaba destacado en Salto, hasta que
fueron languideciendo y desapareciendo con los nombres de aquellos conjuntos
que recordaron tantas épocas de alegría y esplendor de nuestros carnavales:
los Pelotaris, los Hijos del Pueblo, Juventud Unida, Los Pierrots, los
Parvas Domus, la música de Salvador Granata ya al final, contrastaba con la
que se tocaba en los salones movidos por el roce de las sedas de aquellas
damitas que valseaban a fines de siglo.
Tiempos de lutos rigurosos, aliviados y ligeros pero que no impedían que las
principales familias concurrieran al teatro Larrañaga a los palcos
especiales, aquellos que tenían delante, sobre el mismo balcón un enrejado
de varillas de madera que impedían que el público viera quienes estaban tras
los mismos. Familias completas entraban cuando la función empezaba y salían
cuando la misma estaba a punto de terminar. El luto se respetaba y el teatro
no perdía habituales espectadores.
Tiempos de las llamadas
“matracas”, cuando grupos de contratados recorrían de arriba abajo las
calles Uruguay, Brasil y Artigas, haciendo ruidos característicos con los
cuales el público recordaba que debía ir a las misas de los jueves, viernes
santos y sábados de gloria.
XI
Las estampas de nuestro Salto
antañoso, se suceden, y se inscriben, casi todas nos traen sonrisas por lo
ingenuas, por lo exageradas, en fin por todo aquello que nos hace añorar
tiempos felices.
Desde mediados del siglo pasado
(XIX), a bastante entrado éste, cuando la medicina encontraba muchos tabúes
y la credulidad de la gente era tan explotada por tantos hábiles vividores,
solían llegar a Salto, al principio en vistosos carruajes, luego por tren y
vapores, charlatanes que vendían de todo, y charlatanes que vendían pocos
productos, pero que servían para todo. Era la época en que los barberos
aplicaban ventosas y sanguijuelas, sacaban muelas al frío, y a veces hasta
cortaban el pelo.
Aquellos palos cilíndricos
pintados de rojo, y envueltos en tramos por una franja blanca, indicaba su
profesión de sangrador además de la de barbero que estaba señalada por la
escudilla de bronce que pendía de la puerta de entrada. Esos artefactos de
franjas blancas y rojas – vendas sangrantes – se colocaban a cada lado de
las puertas de postigos, a veces acariciadas por las gruesas cortinas de
lona, que impedían entrar el calor y el polvo de la calle.
No faltaba una siesta que no fuera
interrumpida por los alaridos de un paciente a quien se le sacaba – cuantas
veces no – una muela cariada, con la ayuda de algún fortachón vecino que
sostenía con fuerza a una silla, y a veces hasta por el suelo, al paciente
que, loco de dolor de muelas se prestaba a la operación.
Pero dentro de estas estampas
estaban, como decíamos al principio, los que venían y ofrecían sus famosos
elixires. Los diarios locales se prestaban a anunciarlos con grandes
letreros y con la parte más importante del aviso. Esos
elixires servían para las más diversas
enfermedades: algunos, los creosotados, curaban radicalmente la
tuberculosis, y aplicados con un algodón sobre incipientes calvas,
aseguraban el fluir del cabello que moría, así lo expresaban.
El cine no era más que una
curiosidad en 1903, cuando fue ofrecida una función con noticieros uruguayos
que tuvo que se suspendida después por los desórdenes que en el Larrañaga se
produjeron entre Blancos y Colorados, que gritaban y se insultaban cada vez
que aparecía en la pantalla uno de sus caudillos. No era aún los tiempos en
que la gente gritaba “cuadro” o expresaba su disgusto cuando se cortaba
repetidamente, golpeando el suelo con fuerza, tiempos en que había que
calcular muy bien la duración de los actos, para retirar el brazo a la
novia, o soltarse las manos; tiempos en que la pianola del “Trianón” o del
“Ariel” sonaban más lentamente o con fuerza, según el carácter de la escena.
Mientras, por las tardes, la
gente iba a los Recreos, “El Salteño”, “Los Aromos”, el “Edén Park” y otros
tantos, donde los números de “musi-hall” se sucedían, desde una ascensión de
globo hasta las proezas de un arriesgado equilibrista. A estos lugares
concurría toda la familia; los espetáculos eran para todos, y a veces, a su
regreso, se metían presurosos en los espacios “reservados para las familias”
que había en las confiterías. Ello, mientras no hubiera orquestas de
señoritas que horrorizaban a las damas, “por darse a esa vida”, “La vieja
Oriental”, el “Telégrafo” y la “París”, fueron los herederas de aquella “del
Gas” de Gregorio Blanes, donde se sirvieran los primeros helados. A sus
terrazas iban hombres que comían vidrios, tragaban fuego y espadas, o
torcían hierro, y a veces ofrecían espectáculos, entusiasmándolos con su
arte.
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