Los
pueblos, las ciudades, tienen su alma y su fisonomía física al igual que los
hombres. Tienen su pasado, su presente y tendrán una señal en los tiempos o
pasan desapercibidas; y a veces hasta desaparecen de la faz de la tierra,
sin dejar rastros, o los dejan para descubrirse después de siglos.
Nuestro Salto tiene el privilegio de estar dejando constantemente rastros de
su vida, ha tenido la virtud de haber crecido y vivido intensamente, de
habernos dejado sus hijos del ayer una sólida base de cultura, de progreso,
de intenso vivir que, a quienes transitamos en este presente – futuro para
aquellos que ya se fueron - nos cabe la responsabilidad grande de mantener
llenos los cálices de la actividad que nos guarda de caer en el olvido o
dormir sobre los atributos de pasadas glorias.
Salto no nació por uno de esos azares como de los que han nacido tantos
pueblos. No fueron apareciendo ranchos a lo largo de un camino. Su
nacimiento se debió a un propósito preestablecido, por interés geográfico o
militar, pero decidido sí por quienes regían nuestros destinos en el siglo
18. Un rincón ancho y manso río, a veces embravecido por las turbulentas
aguas de una crecida.
Un
arrullo de cascadas que hacían más limpias sus aguas; el encuadre entre el
Sauzal y el Ceibal, y los montes cimarrones del Este, ubicaron a Salto
dentro de un paisaje acuchillado, que a la vista, desde el atalaya del
Cerro se encuentran siempre con distintos y hermosos aspectos cada mañana.
Las
luchas por la emancipación y luego las fratricidas, encontraron siempre a
Salto en el cruce de los caminos. Primeros los indios - empujados cada vez
más al Norte por la civilización - acosaban a Salto con sus malones, luego
Artigas en viaje al Ayuí dejó sus huellas con sabor a patria; más tarde la
Guerra Grande trajo dolor y miedo ante el paso de las fuerzas de Rosas y
finalmente los últimos brillos de los turbulentos caudillos blancos y
colorados, hicieron cambiar de mano nuestra villa muchas veces.
Incontables aconteceres bélicos sucedieron a Salto durante el siglo pasado (XIX),
hasta que tantas decisiones logradas por la fuerza, se acabaron con el año
cuatro (1904). Sin embargo, ni el ruido de las armas ni el olor a pólvora
cercana, hizo cambiar la elaboración del espíritu civilista de Salto, que
jamás, en aquellos bravos tiempos, antepuso la espada al crescendo
espiritual, al empuje cultural de sus hijos, al destino de un pueblo
industrioso, que si bien participaba de las tremendas contiendas políticas
no perdió de vista nunca el deseo de progresar con el trabajo y sobre todo
con el cultivo del intelecto.
En
el pasado de Salto y como elementos formativos debemos señalar hechos y
circunstancias, muchos de ellos, detalles que a veces se escapan, pero sobre
todo, debemos señalar: la inmigración, la cultura y la actividad industrial
y comercial.
Estos tres componentes dieron la fisonomía peculiar tan llena de cosas
gratas, tan plena de buenos recuerdos, tan segura ya de su porvenir.
II
No citemos ya a
las primeras familias que formaron aquel poblado que erigió el Mariscal
José Joaquín de Viana; citemos sí, a algunos indios que se fueron acercando
al pueblo doblegando su altivez con una mansedumbre propia del que necesita
comida a cambio de fáciles menesteres; citemos al hacendado riograndense
que, empujado por las luchas emancipadoras del Estado de Río Grande del
Sur, atravesaban nuestras fronteras como una puerta abierta cualquiera,
dentro de su propia casa, tomaban una gran suerte de tierra, juntaban
ganado disperso en las cuchillas y formaban sus lotes para erigir fortunas.
La villa del Salto era la recalada obligada de esos estancieros que por
muchos motivos necesitaban el pueblo, y establecían su domicilio de
temporada en la villa. Con estos hombres vinieron familias enteras de negros
esclavos que hasta hace cincuenta años, o quizás menos, conservaron su
espíritu de temor a su dueño – a su patrón – y continuaron hablando con
reminiscencias de lenguas africanas y acento portugués.
La frontera uruguayo-brasileña era una línea tenue, atravesada lentamente
por quienes venían a establecerse aquí, y cruzadas violentamente por cortos
períodos, por caudillos que salvaban su vida atravesándola para aprontar
nuevos alzamientos. El juego de las luchas civiles sustituía las decisiones
de las urnas. La fuerza, pretendiendo siempre imponer sus razones.
Pero los
elementos más fuertes en la formación de nuestro pueblo, lo constituyeron
no sólo los españoles que continuaban llegando a nuestra patria, y los
descendientes de aquellos, que años atrás habían venido de España, sino los
italianos que llegaban con sus oficios y las herramientas en sus manos,
artesanos de cientos de expresiones, que se establecieron con pequeñas
industrias, con talleres, hasta como músicos y pintores, y como
agricultores, que comenzaron a dar vuelta la virgen tierra sobre la estrecha
cintura de la joven ciudad.
Le siguieron
franceses, que eran boticarios,
médicos y a veces agricultores, así como los españoles venían como
escritores, tipógrafos, redactores de periódicos, como poetas, cuando no
como comerciantes.
Los vascos
eran un exponente grande en la constitución de Salto. Los turcos, - que así
se les llamó a aquellos, así vinieran de Turquía como de Egipto, de Siria o
de Arabia -, hasta hace algunas décadas aún llegaban, formando su capital,
primero con su canasta o baúl de barajitas hasta que se permitían adquirir
primero un caballo, luego un carrito y más tarde comprar o levantar un
almacén de ramos generales, con anexo de bebidas, por supuesto.
El “turco”, ya
establecido, no abandonaría más el lugar; una criolla enlazaría su vida y
quedaría definitivamente formando parte del elemento que constituiría
nuestra población.
El italiano, en
cambio, o vendría casado de su patria o buscaría luego alguna paisana suya o
una hija de sus paisanos para casarse, aunque ello no era ningún obstáculo
para que se asimilara e integrara a la villa como su patria definitiva. El
español procedía casi en la misma forma, pero con menos frecuencia. Su
lengua era la nuestra, nosotros éramos al fin sus propios descendientes.
Había,
como siempre lo ha habido, un río - el Uruguay - entre esta banda y la
otra, pero sólo era un obstáculo que se sorteaba con un bote. Familias que
iban y venían, hombres que buscaban refugio aquí al fracasar una intentona
revolucionaria allá, como hombres de aquí que buscaban albergue allá
enfrente por la misma causa. No había distingos ni trabas para el argentino
que viniera, ni en el ejercito, ni en los puestos públicos.
Muchas veces se
quedaba definitivamente, pero otras, con la caída de un gobernante, se
sentía llamado a su otra banda, y regresaba a ella. El río Uruguay era una
ancha calle que se vigilaba solamente para descubrir preparativos de
invasiones partidistas blancas y coloradas. Por lo demás, nada podía detener
a quienes la cruzaban. El papeleo y la revisación minuciosa de valijas,
vino mucho después, cuando ya este siglo (XX) había dados muchos pasos.
El pueblo tenía
su constituyente humano; él amasaría y daría luz a los hombres que
vivirían, lucharían y morirían como salteños o se integrarían sin ninguna
clase de obstáculos a la villa. Las pasiones políticas le arrastrarían
también y tomarían parte no sólo en las luchas electorales, sino en aquellas
que necesitaban una lanza o un fusil. Es que nuestra nacionalidad se estaba
formando aún, fundiéndose en el crisol de tantos inmigrantes. El verdadero
criollo sólo aportaría su amor a la patria y su acendrado deseo de
participar en la política – no ajena a los inmigrantes dijimos – mientras
que estos aportarían sus costumbres y amor al trabajo y su conocimiento de
las artes, de las artesanías, de la tierra que germina la semilla, de las
nuevas ideas políticas que hacían peligrar tantos tronos en Europa.
III
Desde los
tempranos años Salto, se oyó el resoplido del fuelle junto a la fragua, el
tintinear grueso de los metales golpeados, el pitar del vapor de las
calderas.
Los albañiles
italianos levantaron amplias y hermosas casas con zaguanes de trabajadas
maderas, sus canceles con vidrios biselados, sus escaleras de cumplidos
hierros forjados, sus balcones de mármol, sus soleados patios con sus
aljibes revestidos de azulejos, y a los fondos, cultivados tanta veces por
viejos peninsulares, los naranjos ofrecían los perfumados azahares o el
dorado fruto; los párrales se llenaban de apretadas uvas y en otro sitio,
muchas veces baldío y sin cuidado, crecían firmes las granadas, las higueras
de retorcidos y viejos troncos, y junto a los alambrados de los caseríos de
los alrededores, se enredaban a veces con la madreselva y el burucuyá, los
nísperos y los membrillares, que las negras cocineras pelaban y en grandes
tachos de cobre revolvían con larga paciencia para obtener el dulce que de
regalo se enviaba a algunos amigos influyentes de la capital.
Más afuera,
donde los caminos empezaban a tomar con pereza la dirección de otro poblado,
los gringos, con arados de mancera o a pala de dientes, abrían la tierra
bajo el abrazador sol de enero, apenas resguardados con un viejo sombrero
aludo. Y más allá pastaba tranquilo entre corrales de ramas o de piedras,
el ganado, que de a ratos levantaba su vista para mirar como sin ver las
carreras de los avestruces, que a veces, equivocados, se aventuraban hasta
las puertas mismas de la ciudad.
Sobre las
principales laderas de los cerros pedregosos en rectas hileras se
levantaban apenas las vides traídas a mediados del siglo (XIX), por don
Pascual Harriague,
y mucho más, pasando el Arapey, el General Villar distribuía su tiempo entre
la cría de animales de raza, las obligaciones militares del cuartel que él
viniera a fundar, la vigilancia de alguna otra intentona revolucionaria que
amenazaban la frontera y también el cultivo de la vid, a los que agregaba
el cuidado de una variedad asombrosa de frutales, que aunque parezca raro,
era respetado hasta por los propios contrarios de armas. Su compadre
Saravia, en ocasión de pasar por las
cercanías de su estancia desguarnecida, cuidó muy bien que sus soldados no
hicieran el menor daño ni siquiera a un solo árbol. Es que el General
Villar, era un respetado vecino, caballero de vieja escuela, con contrarios
sí, pero sin enemigos. Su error en Tres Árboles fue borrado por el triunfo
de Cerros Blancos, y el vecindario de Salto, cuando el siglo estaba próximo
a tocar su última campana le esperó como a un general Romano, y bajo el arco
de triunfo que levantara en Uruguay y Suárez, le entregaron una espada de
honor.
El lento crecer que tuvo la villa desde 1756, casi durmió recostada sobre el
Uruguay, sacudiéndose a veces, primero al paso y aprovisionamiento de los
ejércitos que iban a las
Misiones Orientales en las guerras guaraníes,
luego el asomo de los portugueses, y dando ya la vuelta a la esquina del
1800 vieron cruzar a aquel conglomerado de gauchos, negros e indios que
llevaban la bandera del Protector de los Pueblos Libres. La Guerra Grande
la hizo cambiar de mano varias veces; estaba visto que su fuerte no era el
luchar, aunque el sacudón lo recibiera cuando Garibaldi con sus italianos
y algunos orientales detuvieran cerca - en San Antonio -, a las huestes de
Rosas. Eran los tiempos en que la villa no llegaba más que hasta la Plaza
Treinta y Tres, tantas veces guardada con cañones. Le costó lustros subir
la calle Real y abrir la otra plaza, "La Nueva" para diferenciarla de la
otra de viejos paraísos "La Vieja". Sin embargo, tuvo la necesidad de
hacerlo mientras en aquella las retretas congregaban a las señoras de edad
y a las jovencitas custodiadas por sus madres, que no perdían miradas a los
dragones, en la Plaza Nueva se hacían corridas de toros y los equilibristas
paraban los corazones de los mirones con sus audaces piruetas.
La villa se
había agrandado, aunque ya era una ciudad con pantalones largos cuando
oficialmente el Presidente Berro la elevó a la categoría de Ciudad.
IV
Por las calles
corrían presurosos llamados de urgencia, los flebótomos con sus valijitas
repletas de flacas sanguijuelas, prontas para una sangría de urgencia, y las
campanas de la iglesia de la plaza vieja, recién regaladas por el Presidente
Tajes, llamaban a la Novena, mientras una familia se aprestaba a sacarse una
fotografía. Sepia desvaída de una familia numerosa. Cartón grueso
sosteniendo la foto de un estudio. Un matrimonio de mediana edad.
Ella y él
parecían ya viejos. El bigotudo, tieso, firme y serio, peinado al medio con
dos jopos. Saco con cuatro botones, chaleco y la infaltable cadena, que
ocultaba en su extremo un pesado reloj cebolla, tapas de oro, iniciales,
números romanos. Pantalón estrecho sin rayas, puños duros, cuello palomita y
gran corbatón oscuro. Ella, la madre de la prole que rodea al matrimonio, de
medio perfil, gran zorongo, cuello vainillado alto, enorme busto avanzado,
como símbolo de crianza de una numerosa familia. Mangas abullonadas, larga
pollera que apenas deja asomar puntudos zapatos, y hacia atrás en retirada
equidistante del generoso busto, el polizón, firme y bien armado.
A los
costados, en el suelo, dos niñas y dos niños. Ellos, peinados con cerquillo,
cabello mojado, orejas y rodillas limpia, con sus trajes imitando a
hombrecitos como enanos, pantalones cortos que escondían apenas las
rodillas, botines de charol y cordones largos.
Las niñas:
blancos vestidos acampanados, casi hasta los tobillos, alto cuello cerrado,
gran moño en la cabeza, guantes, medias largas y botitas de puntas. El
cuadro estaba completo. La familia había posado para la posteridad, se
sacarían copias y se enviarían a cuanto pariente lejano hubiera y luego sus
hijos y nietos apenas contendrían la risa ante sus estampas.
Pero estaba
también la otra fotografía: la del jovencito de la casa.
Como
siempre, dentro de un estudio: un jovencito con una pierna cruzada y un
brazo apoyado suavemente y en actitud pensativa contra una columna de madera
torneada! Como fondo, una escalinata; plantas y árboles fruto de la pintura
de un gris de aficionado, cuyas nubes se perdían en lontananza . Una gorra
marinera le cubría los rizos y le llegaba hasta los ojos, grandes, tristes,
serios; una blusa le caía hasta más abajo de la cintura y los botines
remataban su vestimenta dominguera. Al dorso de la postal, una cursiva y
cuidadosa letra dedicaría la foto a un pariente lejano. Cartón iluminado que
luego pasaría rápido entre el anonimato y el olvido de otros parientes que
le habrán olvidado en el árbol genealógico de alguna frondosa familia.
Posar ¿para la
posteridad?
VI