El
viernes se entregaron en Pueblo Liebig, los premios del Concurso “Vidas
sin frontera” que organizó la radio OID MORTALES de Concordia, y el
periódico EL ENTRERIANO de Colón. Se presentaron mas de 30 trabajos, y
el Jurado del cual formé parte designado por el Centro Comercial e
Industrial de Paysandú, otorgó el primer premio a un trabajo denominado,
“ Un argentino con sangre uruguaya”, autor Miguel Angel Balori,
residente en Villa San Jose.
El segundo
premio se otorgó al trabajo “Una historia como tantas”, de una
sanducera que traduce los recuerdos de su esposo trabajando desde niño
en la isla del Queguay.
Este trabajo es el que queremos difundir a través de la RED, felicitando a la autora.
Un
concurso que es expresión de la amistad y hermandad que une a nuestros
pueblos litoraleños.Un ejemplo de cómo debemos construir la tan ansiada
integración.Mediante estos granitos de arena, que son los aportes
concretos que surgen desde lo local.
También
felicitaciones a los organizadores, que piensan repetirlo el año
próximo invitando a otros medios a unirse a la iniciativa.
RUBENS STAGNO
Coordinador
…………………………….
Nombres y apellidos: Miryam Teresita Montiel Demaris.
C.I: 3.916.005-3
Dirección postal: 60000
Dirección de correo electrónico: miteru5163@hotmail.com
Teléfono: 47234395
Celular: 098848589.
UNA HISTORIA COMO TANTAS
Éramos una familia numerosa que vivíamos en la zona de Constancia, una población al norte de la ciudad de Paysandú.
Allí teníamos animales, cultivábamos la tierra y mis hermanos mayores concurrían a la escuelita del pueblo.
Corría
el año 1953, yo era muy pequeño, nací en 1947, en mi casa se hablaba de
hacer un viaje, el tema era ir a vivir a una isla. Yo no entendía nada,
pero supe que nos mudaríamos. El clima en casa era de alegría, todos
ayudábamos en algo. Creo que en algún momento pensé: “Ahora viene el
camión, cargamos todo, y nos vamos”, pero la verdad es que nunca pensé
que la mudanza se haría en dos medios de transporte, y en dos etapas. El
camión nos llevó hasta la costa del río y allí nos esperaba una
embarcación. No sabía que nuestro destino era justo en el medio del Río
Uruguay, en aquella isla llamada Isla Grande del Queguay. Exactamente
queda frente al pueblo Liebig, provincia de Entre Ríos.
Entre
las cosas que llevábamos a nuestro nuevo domicilio iban dos vacas
lecheras, algunas gallinas y algunos cerdos. De esta forma comenzaba
nuestra vida en aquel lugar casi virgen, pura naturaleza.
Nuestro
trabajo consistía en hacer leña para abastecer a la usina de Paysandú
(donde hoy esta la piscina del Club Remeros). También hacíamos carbón y
abastecíamos a diferentes depósitos de la ciudad. Esta carga era traída a
Paysandú en barcos que siempre descargaban junto a la usina.
En
el trabajo del monte participaba toda mi familia, desde el más pequeño
al hombre, mis tres hermanas mujeres que además de ayudar a mamá en la
tarea de la casa monteaban igual que todos.
Más
adelante empezamos a traer la madera a la ciudad y para eso
construíamos balsas con la misma madera (jangadas), así con la corriente
a favor traíamos nuestro trabajo, a fuerza de lucha, con el río ya sea
calmo o embravecido, todo a fuerza de pulmón.
Allí
no había escuela, ni plazas, todo era monte y río, naturaleza y lucha.
Era esta la única vida que conocíamos y así fuimos creciendo.
Mamá
amasaba el pan, ordeñaba las vacas, cultivaba la huerta y además fue
maestra de mis hermanas, les enseño a leer y a escribir. A los varones
no pudo enseñarles, no teníamos tiempo, había que trabajar, y según
papá: “¿Para qué?”.
Mamá
se hacia tiempo para todo, hasta nos confeccionaba la ropa, remendaba
pantalones, tejía puloveres. Era una madre doctor, nos curaba cuando nos
lastimábamos, nos hacia remedios mágicos para la tos y la fiebre.
Muchas
veces, en aquellos crudos inviernos isleños, cuando muy tempranito
salíamos a buscar las vacas, se nos helaban los pies y nos dolían
terriblemente, entonces corríamos a donde las vacas defecaban y allí los
calentábamos. Nuestro juguetes fueron caracoles y cucharitas del río;
también construíamos algunos de barro cocido, pero el tiempo para jugar
casi no existía, papá era muy exigente, había que trabajar.
En
los días de lluvia el trabajo mermaba, entonces mi hermana mayor se
sentaba cerca de la cocina a leña y nosotros la rodeábamos y nos
deleitaba con las lecturas de “Juan el zorro”, o bien nos leía algún
cuento que nos transportaba quién sabe a qué lugar fantástico. Esos eran
momentos en que nuestra imaginación volaba; como cuando escuchábamos
algún radioteatro, aquello era mágico.
En
abril del año 1959, el río comenzó a crecer muy rápido, los días eran
grises y de muchas lluvias. Papá se puso terco y decía: -“Ya va a
mejorar el tiempo y el río va a bajar”. Pero el río fue más terco que
papá y muy pronto nos acorraló.
La
casa donde vivíamos era una construcción de material, de dos plantas,
entonces a las habitaciones de arriba habíamos trasladado todo lo que
pudimos.
No
recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí, sólo sé que teníamos terror.
Mirábamos alrededor y veíamos la furia del río, los animales ahogándose,
y todo era arrastrado por esa furiosa correntada. Recuerdo que mamá
casi ni hablaba, sólo la escuchábamos rezar.
En
un momento mi hermano mayor, un joven de 18 años, se animó y atravesó
el río en la chalana hasta Liebig en busca de ayuda. Era este el lugar
más cercano que teníamos, pues nuestra ciudad de Paysandú se encuentra
a quince kilómetros aproximadamente de la isla y el tema era conseguir
auxilio lo antes posible. Luego de unas horas oímos que se acercaba un
motor, mi mamá que hasta entonces sólo la oía rezar, dijo: -“Gracias a
Dios estamos salvados”. Era una embarcación de prefectura de Colon E.R,
que efectivamente venían a socorrernos. Nos trasladaron a Liebig,
incondicionalmente durante tres meses nos dieron vivienda, abrigo,
comida, afecto y amistad de muchísimas familias argentinas. Algunos de
los nombres que aún recuerdo son: Familias Martínez, Meyer, Pralon, y el
marinero De la Rua que al igual que nosotros estaba evacuado en aquel
lugar.
Estos
tres meses que estuvimos evacuados nos sirvió para ver de cerca todo lo
que era la vida del pueblo. Había vecinos, almacén, niños jugando en
una canchita, una plaza, una escuela, y tantas cosas que en la isla
carecíamos.
De allí en más volver a la isla no sería lo mismo, pero volvimos.
Poco
a poco mis hermanos mayores se vinieron a Paysandú, y así me fui
vinculando también yo a la ciudad, hasta que en el año 1967 me vine para
siempre.
Acá en la ciudad he realizado muchos trabajos, pues lo único que sabíamos hacer era trabajar y trabajar.
Formé una linda familia, hace 36 años estoy casado, tenemos cinco hijas, un varón y seis hermosos nietos.
Traté de darles a mis hijos todo aquello que por alguna razón no tuve.
Creo haber sembrado buena semilla, porque hoy con 65 años miro mi cosecha y tengo los mejores frutos.
Dios ha estado presente en cada unos de mis días.
Papá y mamá ya no están, tampoco están algunos de mis hermanos… Es la vida.
Hace
un tiempo volví con mi hermano mayor y mi hijo a aquel lugar donde viví
gran parte de mi vida, aún hay ruinas de la casa allí. La emoción me
inundó al subir aquellos escalones que llevaban a la parte alta de la
vivienda, fue revivir muchos recuerdos. Aún me queda una materia
pendiente, la de ir a Liebig y recorrer aquellos lugares donde estuvimos
evacuados; quiero ver algo que me recuerde todo, quiero poder agradecer
a los hombres de prefectura que no tuvieron miedo de atravesar el río
con su bravura para rescatarnos de una muerte segura.
De
alguna manera siento que les debemos la vida a nuestros hermanos
argentinos, siento en verdad que hay un fuerte lazo dentro de mí que me
une a los argentinos, es ésta la ”Hermandad” que tanto se habla?
Supongo que si, porque hablar de esto me llena de emoción.
Cuando en alguna ocasión hablo de esto con mis hijos y mis nietos, me
escuchan con mucha atención, les cuento anécdotas y vivencias, y parece
que las revivo, y me gusta hacerlo, no se por qué, es sólo “Una historia
como tantas”, es la historia de mi vida…
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